Mexicanidad y lirismo de Ojos Tapatíos

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Ese es el título de una de las muchas canciones que popularizó Jorge Negrete. La interpretó de tal manera que nadie lo ha hecho como él. Ameritan mención la versión a dúo con Pedro Infante y otra de Plácido Domingo, aunque para mí sobresale la que el “Charro Cantor” dejó plasmada en la película Allá en el Rancho Grande, rodada en 1936 y posteriormente en 1953, en el filme El Rapto.

En ambas producciones es posible disfrutar de la canción a la que, con aire ranchero, Jorge Negrete imprimió un toque de lirismo combinado con el espíritu campirano del género.

Pocas personas se ocupan de conocer – menos de indagar – quienes concibieron esas obras musicales que vencieron la prueba del tiempo. A veces me parece que somos ingratos al no hacerlo, pues para que una canción suene bien y guste necesita haber contado con un buen autor y después, la excelencia de quien la interpreta.

En el caso de Ojos Tapatíos, la autoría musical se debe al michoacano Fernando Méndez Velázquez, que nació 1882. Vio por primera vez la luz en un pueblito llamado Zamora, de donde un amigo me afirmaba que se dan los mejores aguacates de México, esos ideales para preparar guacamole con una buena dosis de chile.

La letra fue escrita por el periodista, dramaturgo y poeta José Francisco Elizondo Sagredo, nacido en Aguascalientes en 1880. Precisamente Ojos Tapatíos es parte de la opereta Las musas del país, en la cual el libreto es de Elizondo y la música de Méndez Velázquez. De modo que fue extraída de ahí para convertirla en pieza musical aparte. Así llegó primero al cine y después brilló como una de las grabaciones discográficas más gustadas.

Jorge Negrete, conocido como el Charro cantor.

El músico le puso notas también a la zarzuela El Rosario de Amozoc, con librero de Humberto Galindo, en la que una vez más sobresalió su talento.

Fernando Méndez Velázquez dirigió, en Ciudad de  México, la orquesta del Teatro Principal donde cantaba la vedette española María Conesa, muy famosa durante la primera mitad del siglo pasado.

Fue un compositor impetuoso, apasionado por los temas del campo y la naturaleza. Individuo de estatura sentimental, siempre patentizó el amor a su país, sus tradiciones y en todo momento admirador de la hermosa mujer mexicana. Pasión especial manifestó por las originarias de Guadalajara, ciudad en la que empezó a vivir a partir de los veinte años. Allá continuó los estudios de música y en 1905 se unió a la compañía teatral de Esperanza Iris, en la cual conoció a Sofía Haller, con quien contrajo matrimonio.

Algo que tal vez pocos conozcan es que por el año 1913 tuvo que abandonar México, ya que su presencia resultaba incómoda para el gobierno militar encabezado por Victoriano Huerta.

Fue aquí en Cuba donde Fernando Méndez Velázquez fue acogido. Llegó en compañía, nada menos, que de José Francisco Elizondo. Aquí residió hasta su muerte, acaecida en La Habana en 1916.

Se cuenta que en una noche habanera, mientras dirigía la orquesta de José Albisu, le llegó un vómito de sangre y, hospitalizado, murió poco después. Sus restos permanecieron en Cuba durante cuarenta y cinco años, hasta que fueron llevados a México en 1961, para reposar en Zamora, la ciudad donde nació.

Aunque zamorano por nacimiento, la ciudad de Guadalajara le guarda a Fernando Méndez Velázquez una gratitud que rebasa el tiempo. Nadie como él –antes ni después—, le había compuesto una música tan apasionada y elogiosa a la mujer tapatía, como se les llama a las nacidas en la Perla de Occidente. Para honrarlo, en la concha acústica del parque Agua Azul de Guadalajara hay un rostro suyo forjado en bronce que lo recuerda.

Pienso que en Cuba, principalmente en La Habana, quedó parte de su memoria artística y afectiva. Casi tres años vivió en Cuba, donde se dedicó a la música. En esta tierra contó con la admiración y el cariño del público que continúa recordándolo a través de su más conocida pieza.

Del estreno cinematográfico de Ojos Tapatíos hace ochenta y ocho años, permanecen las notas de esa canción y de su letra, como dije escrita por José Francisco Elizondo.

En “noches de luna, perfume de azahares, en el cielo estrellas y tibios los aires”, aun en medio del silencio ofrecido para una serenata, resonarán los versos del “Charro Cantor” exclamando que:

No hay ojos más lindos en la tierra mía, que los negros ojos de la tapatía”.

Así pervive esta pieza para la posteridad.

Gracias a Fernando Méndez Velázquez y a José Francisco Elizondo por esta pieza tan “padrísima”, como se diría en buen mexicano.

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