Ensañamiento y misterio en Playa del Patao
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El horror que causaron las mutilaciones del cadáver de un hombre aparecido el jueves 5 de octubre de 1922 hizo famosa entonces a la Playa del Patao, escenario del macabro descubrimiento.
Quien indague hoy por ese sitio en la geografía cienfueguera tendrá casi todas las papeletas para quedarse sin respuesta. Salvo algún viejo, muy viejo, que quizá la identifique con un punto en la medianía que forma el arco de la costa occidental de la bahía entre el Castillo de Jagua y la Punta del Diablo. Conocido desde hace bastante tiempo como Rancho Club.
A unos 50 metros de la playita estaba el muelle por donde, ferrocarril mediante, el central Juraguá exportaba su cosecha azucarera.
Adolfo Toledo, vecino de El Castillo, fue quien descubrió el cuerpo del occiso, en estado de putrefacción. Imposible distinguir ojos, boca o cualquier otro detalle de identificación en aquella masa pútrida.
Cuando Jesús García Leiva, jefe de la Policía del Puerto, realizó el levantamiento del cadáver, apuntó que estaba tirado casi de bruces sobre la arena, el vientre abofadísimo. Aquellos despojos vestían aún un saco gris oscuro, pantalón y camisa claros y a rayas ambos, calcetines de color marrón de calidad inferior y zapatos tenis muy usados. En un bolsillo llevaba un ejemplar de La Correspondencia, edición del 12 de junio anterior, un pañuelo blanco con la inicial P, una cartera de piel cuyo contenido sumaba un peso, dos reales, dos monedas de un centavo y una de dos, todas del cuño nacional, y dos piezas de un cuarto de dólar americano. También un llavero.
Más horripilante que la destrucción anatómica causada por la comunión de peces, salitre y tiempo, resultaban las mutilaciones provocadas por el acto criminal. El cuerpo había sido hundido mediante una pieza metálica de 25 libras atada por una soga a lo que uno de los dos principales periódicos de Cienfuegos describió como, “una región del cuerpo que el pudor oculta”.
El otro diario prefirió la crudeza de la descripción. El muerto desconocido presentaba una herida de siete centímetros en la parte inferior del escroto y las glándulas testiculares habían sido expulsadas por la presión ejercida mediante la cuerda. La pieza que sirvió de potala era señalada como la abrazadera de un muelle.
Nadie en El Castillo de Jagua fue capaz de identificar el cadáver. Algunos lo relacionaron con Emilio, un billetero español que solía pasar por la zona. Pero sin mucha certeza. Trasladado a Cienfuegos en una lancha de la Aduana, a remolque del bote policial, y realizada la necropsia, los forenses dictaminaron muerte por asfixia, a causa de inmersión.
Bernardo Breñas, español de 43 años y sereno del muelle de Juraguá resultó el primer sospechoso. Tenía fama de arisco y “engrenchao”. Había estado preso y la leyenda pueblerina le endilgaba algún asesinato a su cuenta.
Al final, el doctor Nicasio Trujillo, juez de instrucción del caso, no pudo probarle nada y lo dejó en libertad. Los próximos, y los últimos, en ser apresados y conducidos al vivac fueron los hermanos Mendoza, Inocencio y Manuel, más Francisco Pardo Rivas. Los tres trabajaban en la fonda Centro Galicia, de la calle Santa Isabel número nueve, a una cuadra del Muelle Real. El primero era condueño del establecimiento, el último laboraba de camarero.
Resulta que el muerto finalmente fue identificado como Norberto Rojas, aunque respondía por Don Pancho. Y desde el 9 de junio anterior se hospedaba en el cuarto número nueve de Centro Galicia. Trabajaba como sereno en la clínica San Rafael, del doctor Miguel Villalvilla, donde ganaba un salario de 18 pesos mensuales. El reumatismo severo que padecía lo llevaba camino de la invalidez.
Las leyendas tejidas en torno al caso llenaron de contradicciones las páginas de la crónica roja en los periódicos de la ciudad. Una que nunca pudo probarse señalaba a Don Pancho como ganador de tres mil pesos en un reciente sorteo de la Lotería Nacional, y por lo tanto apuntaba al robo como móvil del crimen de Playa del Patao.
Sobre los parabienes morales del muerto apostaban hacendados que solían pernoctar en Centro Galicia, mientras en un periódico escribían que Rojas era un tipo execrable, una verdadera podredumbre humana.
El Comercio criticó de manera acerba el trabajo de la Policía Especial de Cienfuegos, cuyos inciertos resultados motivaron que pidiera el concurso de un sabueso de la Judicial habanera. El propio periódico insistía en que fuera investigada una pista relacionada con faldas, y apuntaba a indagar por la zona de Charcas y Cieneguita, por donde había andado Don Pancho en tiempos de mocedad.
Liberado y vuelto a detener en dos ocasiones, el camarero Pardo Rivas, cojo también por más señas, fue absuelto por la Audiencia de Santa Clara, que lo juzgó el 2 de febrero de 1923 en condición de único acusado.
Aunque la corriente marina del cañón de la bahía se empeñó en reflotar el cadáver del reumático Rojas, la justicia humana fue incapaz de retribuir tal contribución de la Naturaleza. El misterio primero y el olvido después, terminaron por envolver en un manto oscuro aquel crimen con visos de alevosía, al punto que hasta Playa del Patao desapreció de la toponimia marinera de Cienfuegos.
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