Temprano oficio de lector

Compartir en

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 16 segundos

En vez de llevarme a conocer el hielo, todos los viernes mi padre traía del pueblo una Bohemia, a la que estaba suscripto en casa de Aquilino Alonso, agente de ventas de la ya sesentona revista. Sin sospechar que me estaba inoculando el virus incurable de la lectura.

Con la maestra Violeta en primer grado había aprendido a ensartar las cinco vocales con muchísimas consonantes, en un acto de sencilla hechicería del saber qué hacía hablar a las páginas.

Caruco, el tío díscolo de la familia, se aparecía a casa de los abuelos, donde vivía una de sus etapas de picaflor sin nido, con un ejemplar del recién fundado periódico Granma. Envuelto aún en las tibias sábanas del amanecer me desayunaba las crónicas beisboleras de Elio Menéndez y Bobby Salamanca, en las cuales el Cobrero Alarcón enseñaba el número 17 de su chamarreta y ponchaba a la misma cifra de industrialistas, don Miguel Cuevas la botaba al final del noveno con las bases llenas y Pedro Chávez raspaba con su mascotín en primera todo lo que le pivoteaba el dúo azul de los González, Tony y Urbano.

Al término de segundo grado, la maestra Concha premió mis dotes de Abelardito a mucha honra con el primer libro del que fui dueño y todos los días lamento su pérdida entre los movimientos telúricos de la vida. Todavía me parece escuchar como cruje el papel de regalo al sacarlo del envoltorio. Pasé aquellas vacaciones de 1966 “en países de frío y países de sol”.

Ahora, relectura mediante, me veo acompañando entonces a Kotick, la foca blanca, a una playa de veraneo llamada Novastoshnah, allá por el mar de Bering; asistiendo en un bungalow de la India al combate a muerte que libró la mangosta Rikki-Tikki contra Nag, la cobra negra; presenciando con Toomai el Chico lo que jamás había visto hombre alguno, un baile nocturno de elefantes en el corazón de las montañas de Garo; y al final, en un campamento de 30 mil hombres, la víspera de una revista militar en honor al virrey de la India, siendo testigo del diálogo entre el mulo Billy, el caballo de Dick Cunliffe y el de las dos colas.

Mi abuelo José tenía una pequeña biblioteca, si así se le pudiera llamar a una tabla horizontal encima de la cabecera de su cama de hierro. Allí manoseé desde Hacia una moral sin dogmas, un texto del filósofo argentino José Ingenieros, manjar ensayístico que no pudo deglutir mi voraz apetito infantil por la letra impresa, hasta El pequeño ejército loco, de Gregorio Selser, o Los últimos días del presidente Madero, de Manuel Márquez Sterling, historias guerreras que potables; sobre todo las relacionadas con la Revolución Mexicana, con sus ilustraciones de Zapata y Pancho Villa, cruzados los pechos de héroes por ristras de balas, las cabezas morenas bajo los sombrerones y los bigotes de charro rezumando bravura.

Aunque colección bibliográfica conformada al azar por un pequeño, pequeñísimo, colono cañero no estaba pensada para un chiquillo de primaria, también atesoraba joyitas narrativas, así las considero a la distancia, como Días y noches, la epopeya de Stalingrado, o Así se templó el acero, la épica de Nikolai Ovstroski que me añadió a Pável y Savúrov a la lista de mis héroes tempranos.

Otra pródiga etapa lectora fue la de la secundaria, donde descubrí la primera biblioteca de verdad. Allí me hice cómplice de Julio Verne a la edad ideal para darle la vuelta al mundo en 80 días, bajar al centro de la Tierra o pasear cinco semanas en globo por los vírgenes cielos del África profunda. Y sin traicionar al francés precursor, participé de las correrías de sus compinches Defoe y Salgari, y el mágico Dickens, fantasma en un Londres neblinoso y lleno de huérfanos.

En aquel espacio luminoso del segundo piso de la Gil A. González imposible faltar a la cita, en el Asteroide B-612, con el más pequeño de los príncipes literarios.

Así rescato, casi intactas, del arca del tiempo ido, mis primeras lecturas. Arrobas de papel pasaron luego ante mis ojos, a la luz natural, un farol alfabetizador, chismosas, bujías eléctricas o la Luna llena si apremiaba la narración. Tan disímiles fuentes lumínicas cobraron su diezmo. De los 20-20 que llegué a presumir solo quedan recuerdos de mocedad. A los 40 vino una miopía que no estaba en plan y por si no fuera suficiente, a los 60 par de cataratas. Que no eran postales del Niágara ni del Iguazú precisamente.

Le agradezco tanto a la civilización que en mis inicios como lector la herencia de Gutenberg desconociera la actual y desleal competencia de ciertas enajenaciones tecnológicas.

Me sucede lo que le pasaba al lamentablemente y tan temprano desaparecido Amado del Pino, cronista de enjundia y cepa pura. Pertenecimos a una generación de niños rurales anterior a la luz eléctrica agraria. Carencias de confort que se revirtieron en lecturas. En ocasiones hay que agradecer a la precariedad. En el reino de la subjetividad, sea dicho.

CODA

En las últimas fechas, por circunstancias demasiado conocidas, aproveché el regalo del Sol en forma de luz para leer. En el mundo que nos está tocando en suerte, o en desgracia, cada vez se lee menos, y es muy fácil presentir que en las curvas estadísticas de ese hecho cultural legado por el bueno de Gutenberg hace cerca de seis siglos, la flecha de lectores reales o clásicos si lo prefiere, cada vez tenderá más a la caída en barrena.

Claro, que me refiero a lectura en su manifestación primigenia, porque naricitas y ojitos pegaditos a la pantallita del celular pululan más que bibijaguas en malangal lozano. Y cuantos los hay que se ufanan de nunca haber leído un libro. Y tan panchos como si fuera una medalla.

Visitas: 39

Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *