Mucho Emmy para poco Shogun
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La fascinación por la cultura oriental, específicamente la japonesa, se inscribe en la memoria de la industria audiovisual anglosajona.
En el cine norteamericano, donde se han filmado buenos, correctos, regulares e infames filmes sobre el país del Sol Naciente, se identifica un arco que, aunque arranca en los años 40 del pasado siglo, se intensifica un decenio después mediante producciones dirigidas por Samuel Fuller, Joshua Logan, Daniel Mann, David Lean y John Huston; pasando por largometrajes rodados en sucesivas décadas y hasta la actualidad, al mando de Sydney Pollack, Paul Schrader, Rob Marshall, Edward Zwick, Ridley Scott, Philip Kauffman o Martin Scorsese, por citar algunos de los más recordados.
Notable impulso a la proclividad de filmar películas o series ambientadas en suelo nipón lo propicia la novela Shogun, del australiano James Clavell, publicada en 1975, un libro superventas que dio pie a la miniserie homónima norteamericana de 1980 de la cadena NBC –muy vista en Cuba en su momento–, al servicio de Richard Chamberlain, el inolvidable Toshiro Mifune y Yoko Shimada.
Exactamente 44 años después de aquella miniserie de cinco episodios, ahora con cien veces más presupuesto, el doble de capítulos y una mirada menos occidente–centrista, la cadena FX estrenó una nueva versión de Shogun, al aire en nuestra televisión.
Aunque desde mi punto de vista es un trabajo bastante sobrevalorado (25 nominaciones a los Emmy, Mejor Serie para la Asociación de Críticos de Televisión de EE.UU.; si bien 2024 hasta ahora no ha sido un año próvido en grandes series, y ello de seguro influye en la exagerada ponderación), la nueva Shogun descuella en varios apartados.
Se trata de una obra que fascina por sus muy cinematográficos valores de producción, fotografía, banda sonora, diseño de sonido, opening (cabecera), e interpretación de Hiroyuki Sanada en el rol del señor Toranaga. Dicho personaje es uno de los tres ejes que vertebran y resultan transversales a la totalidad del relato ambientado en el Japón feudal de hace cinco siglos. Los otros dos son el marinero inglés John Blackthorne (Cosmo Jarvis) y Mariko (Anna Sawai). Entre el navegante europeo y la dama nipona se establece un romance que va de lo platónico a lo físico, pero siempre en un plano de contención, dado el contexto, la época y el hecho de estar ella casada.
Dicha interacción sentimental entre el visitante y Mariko, amén del estudio de los contrastes culturales entre cosmogonías muy distintas entre sí como la inglesa y la japonesa, unido a la observación/análisis de costumbres, espiritualidad, el arte bélico y las maquinaciones palaciegas de los asiáticos en una época de grandes reverberaciones políticas y militares, son elementos del original literario que los creadores Justin Marks y Rachel Kondo intentan preservar.
Pero su fin no se cumplimenta a cabalidad, pues surgen obstáculos difíciles de franquear; el primero de todos, derivado de la errónea selección de reparto. Ello conlleva a que un planísimo y limitado Cosmo Jarvis no logre expresar esa corriente de atracción ígnea con Mariko descrita en el libro. Con sus miradas aletargadas de niño grande e impasividad, desentona frente a un Hiroyuki Sanada que se roba una serie que arranca con muchos bríos, pero cuyo desenlace y reiteradas zonas muertas también dejan bastante que desear.
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