Intervenir el relato

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El singularísimo cine de Quentin Dupieux posee un grupo de rasgos, visibles y permanentes, que determina su coherencia: humor absurdo, surrealismo, juegos temporales, libertad total en el planteamiento y resolución de los relatos, brevedad de los metrajes, un lúdico componente de sorpresa en los giros de los guiones y una fabulosa imaginación para sostener las más impensables tramas.

En la pantalla del realizador, guionista y músico francés podemos tropezarnos lo mismo con ruedas asesinas, moscas gigantes domesticadas o casas donde se desacelera el tiempo, que con hombres obsesionados con sus chaquetas de piel de ciervo o extrañas cintas de video halladas por taxidermistas en el vientre de jabalíes.

Todo parecería una gran locura si el cincuentenario cineasta parisino no aprovechase la aparente extravagancia de sus películas para canalizar y analizar algunos de los miedos que acompañan al individuo contemporáneo, los ritos que le consumen, las miserias y traumas de la especie, o hasta los perjuicios de las imágenes que atentan contra el discernimiento humano en esta era de saturación de signos.

En Yannick (2023), el cineasta parece alegorizar esa urgencia crucial de amplias franjas del sujeto contemporáneo de opinar de todo, de formar parte de la conversación global y de sus contenidos.

Este viernes la Televisión Cubana estrena la película francesa Yannick.

Con independencia de las respectivas calidades de los juicios vertidos, Dupieux podría estar defendiendo aquí la pertinencia de esta opinión. Sin importar su presencia en el contexto virtual o real, cual es el caso de la cinta; ni la extracción social o condición intelectual del opinante. Valoraciones proclives –según la misma cuerda de sentidos–, al surgimiento de nuevas narrativas y dinámicas de creación, en virtud del alumbramiento de un diálogo que advierte sobre los consumos culturales y la democratización del arte, tal cual indica el filme.

Aunque Yannick es muy polisémica y con su gestor nunca se tiene todo claro. No sería vano recordar a otro “raro”, el guionista Jean-Claude Carrière, cuando juró que nada de cuánto escribió para Buñuel significaba algo, o se correspondía con las traducciones de los críticos.

En la que, según el propio Dupieux, es la más realista de todas sus películas, un espectador llamado Yannick detiene (e interviene) una mala obra de teatro. El hombre –un guardia de seguridad interpretado con garra por Raphaël Quenard– manifiesta a voz alzada en la sala que la puesta le parece un desastre, una estafa, y debe reescribirse.

A punta de pistola, obliga a sus actores a verbalizar los nuevos parlamentos que redacta. Sin llegar al nivel del sueco Ruben Östlund o del noruego Kristoffer Borgli, el creador galo se acerca aquí, en algunas escenas, al cine de la incomodidad practicado por aquellos.

A través de la curiosa interacción de Yannick con los histriones y con el público, Dupieux habla sin ambages (en este caso, sí, de forma nada críptica) de la fragmentación cultural y social en la Francia actual. Y, asimismo, de la rebeldía de los estamentos menos favorecidos ante la invisibilidad a la cual los han llevado las políticas gubernamentales.

La película –con ricos cruces dialogísticos con Pirandello, Moliere y Marcel Duchamp– compromete el pensamiento, interactúa e interroga a su presente histórico desde un prisma de transgresión. Por ende, aunque con empaque algo diferente, a la larga es puro Dupieux.

El largometraje se estrenará esta noche en el espacio televisivo Corte final. Supone una oportunidad para el espectador interesado en penetrar al universo Dupieux.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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