De Broca y el arte de la sencillez
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Cuando falleció, en noviembre de 2004, Philippe de Broca se aprestaba a participar en el proceso de promoción de la que sería su última película, Una víbora en el puño (Vipère au poing), estrenada en Francia ese año. Pero el cáncer se lo impediría al veterano realizador de 71 años, con cuya marcha del mundo terrenal se iba una forma, un estilo, un concepto de hacer cine que —sin apartarse jamás de los sentimientos, percepciones y emociones del ser humano más simple sentado en la platea—, también poseyó la virtud de imantar a críticos, historiadores, e incluso a los más reputados cineastas nacionales de todas las épocas.
Un icono de la pantalla gala como Francois Truffaut lo adoraba. Luego de aquella fatídica mañana en la cual el diario Le Parisien fue el primero en propalar la noticia de su muerte, el autor de Los 400 golpes (cinta en la cual de Broca colaboró consigo fungiendo de asistente), recordó que “el poeta de lo risible” —así lo calificaba— nunca pronunciaba la palabra arte y hasta se vanagloriaba de ser superficial. Leía menos críticas de sus filmes que Woody Allen y tomaba la acera opuesta cuando se le acercaba algunos de aquellos compañeros suyos de la época, tan dados a los cenáculos intelectuales, las teorías narrativas y el visionado constante de cuanta obra extraña apareciera en Cinemateca, contra los que él desbarraba a la menor ocasión.
Aunque, en verdad, lo de no entrar a los grandes ciclos era de bocas para fuera. De Broca lo veía todo, y fundamentalmente lo clásico. Quien repase las aventuras de los ´60 dirigidas por este creador no podrá menos que convenir que tras las estocadas de Cartouche (1961), o las jugarretas y escaramuzas dramatúrgicas de El hombre de Río (1963) o Las tribulaciones de un chino en China (1965) —todas al servicio de su, a la sazón, inseparable Jean-Paul Belmondo y con quien vendría, trentitantos años más tarde, hasta el Jardín Botánico de Cienfuegos a filmar Estrella fugaz —, hay mucho cine de aventuras cuanto de la mejor comedia de la época dorada hollywoodina vistos.
Hace años apreciábamos en las pantallas nacionales uno de sus últimos filmes, y antes de Una víbora en el puño lo único suyo estrenado aquí en largo tiempo: Enrique de Lagardere, el duelo (1997), que también lo confirmaba, luego de aquellas imborrables andanzas sesentianas a la manera de El hombre de Río o la citada Cartouche. De nuevo, este Lagardere suyo, era una clásica epopeya de capa, espada, lucha cuerpo a cuerpo, traiciones, entuertos, bellas mujeres y una historia de venganza que terminaba tan feliz como debe concluir un buen cuento de hadas y una buena aventura en el mejor estilo romántico de la capa y la espada, peso al ligerillo sabor a incesto que nos dejaba en la boca el relato. Y eso es lo que era Enrique de Lagardere, en la libérrima versión de la obra de Paul Feval de Philippe: una hermosa fábula sobre el valor, la amistad, el amor y la perseverancia en los principios.
Fue esta una de esas preciosas adaptaciones epocales cuidada hasta el detalle —César ´98 al mejor vestuario—, de paisajes ensoñadores, rostros magnetizantes y… diálogos y situaciones mil veces vistas, pero que asumimos con un paternalismo nostálgico al evocar un pasado alimentado por este cine e igual literatura, las películas de Christian Jacques, Jean Marais —hizo una versión de la obra de Feval, junto a Bourvil—; las novelas de Dumas.., en fin, algo cuya revitalización prefigura la complicidad volitiva de los amantes del Cine, sobre todo cuando se hace con oficio y garra, como fuera el caso casi siempre en su caso.
Esta vez el viejo De Broca, un señor que siempre supo acompañar a sus protagonistas masculinos de beldades del sexo opuesto (recuerden al feo Belmondo con el monstruo ubérrimo de la Cardinale, en Cartouche, o las cintas en que convocara a Úrsula Andrés, Francois Dorleac, Jacqueline Bisset, Jeanne Moreau…), trajo para prendar nuestra retina y perdonar cualquier imperfección de la película a Marie Gillain, una joven actriz dotada en buena ley de todas las herramientas de la profesión, que para fortuna suya posee el aura de las bellezas clásicas, junto a un candor extrañamente salpicado de ese desborde de gracia que hizo estallar las capacidades sensoriales de los espectadores masculinos.
Especialista del cine de aventuras, la comedia popular y las cintas de época, quien debutara en la realización en 1959 mediante Los juegos del amor, aseguraba que “me gusta ante todo hacer reír”, en tanto solo le interesaba reflejar en su obra “nada más el aspecto cómico de la vida”. Suerte de tipo a contracorriente en los tiempos de las serias películas de la Nueva Ola, de Broca, en cierta ocasión, no pudo escapársele a un crítico, que le soltó media hora de explicaciones con las razones por las cuales no había alabado su más reciente largometraje. Al terminar el sermón, Philippe lo miró, y le replicó por única contesta, señalándose su calzado: “Sí, sí, pero de todos modos llevo unos zapatos muy bonitos, ¿no¿”.
Y es que su talante burlón, la intención de encontrar la cara farsesca de la existencia en su vida y su cine, preocupó siempre mucho más al creador de El amante de cinco días que lo que pudiera quedar recogido de sí en papel para la historia.
De este hijo de fotógrafo y nieto de pintor afirman no pocos que reinventó el cine de aventuras en Europa. Tuvo a su lado a varios de los mejores actores de Francia, a la manera de Jean Rochefort, Philippe Noiret o Robert Hossein, e incluso a algunos como a Jean Pierre Cassel —con quien rodara sus primeras producciones—, los llegaría a descubrir y lanzar al estrellato.
De Broca aprendió mucho a las órdenes de directores como Chabrol y Truffaut, pero también de los clásicos americanos; si en un principio reverenciaba en sus comedias primigenias a gente como Frank Capra y otros, luego su cine adquirió un matiz muy personal que lo singularizó. Siempre, repetimos, dentro de los estándares comerciales de los que nunca quiso alejarse.
Durante un homenaje a su obra, en 1983, Truffaut aseveró: “Como Tom y Jerry, Philippe sabe que la vida es una broma, que los despachos están ocupados por falsos adultos que se hacen pasar por ministros, abogados, críticos de arte…”. Un importante crítico argentino, de los que sí tiene un despacho bien ganado, escribió en su epitafio que “por eso él los filmaba como monigotes de dibujos animados, corriendo a 18 imágenes por segundo”. Como sostuviera igualmente Truffaut, al hacerlo lo animaba la intención de “escapar del peso del mundo moderno”.
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