José Martí: el verso que encendió el alma de Cuba

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José Julián Martí Pérez no solo fue un revolucionario: fue un poeta que convirtió el dolor de su patria en versos inmortales. Sus palabras, escritas entre el exilio y la conspiración, llevan el ritmo de los campos cubanos, el murmullo de los ríos y el gemido de un pueblo oprimido. En cada línea, Martí dejó un pedazo de su alma, tejida con los hilos rotos de una isla que anhelaba ser libre. Sus poemas no fueron simples rimas, sino proyectiles cargados de amor y rebeldía, disparados desde el corazón de un hombre que soñó a Cuba con los ojos abiertos.

En 1882, desde Nueva York, dedicó a su hijo José Francisco, a quien apenas veía, el poemario Ismaelillo. Allí, destaca la ternura paternal y la angustia. En “Príncipe enano”, escribe:

“Hijo del alma, alígrate: / Tu padre ha puesto en ti / Su fuerza de gigante”, escribió, mientras organizaba la guerra desde la distancia. Esos versos, dulces y amargos, revelan su conflicto eterno: Martí amó a su hijo como amó a Cuba, con una devoción que lo desangraba en dos frentes.

Pero fue en Versos Sencillos (1891) donde su voz alcanzó la pureza del canto popular. Con un lenguaje despojado, casi rural, Martí habló de palmas, yugos y rosas blancas. “Cultivo una rosa blanca / En julio como en enero, / Para el amigo sincero / Que me da su mano franca”: cuatro líneas que resumen su credo de unidad y dignidad. Esa sencillez, convertida en himno por la Guantanamera, escondía un mensaje revolucionario. Cada estrofa era un llamado a la independencia, una semilla plantada en el alma de los cubanos. “Mi verso es de un verde encendido / Y de un carmín violento”, advirtió: su poesía nunca fue decoración, sino arma.

La sangre, literal y metafórica, corre por sus poemas. En “Yugo y estrella” confesó: “Estos versos no son más que mi sangre / Y el hacha con que rompo mis cadenas”. Hasta el amor en Martí fue político. “La niña de Guatemala”, aparentemente una elegía romántica, es también un reproche a las élites que traicionaban la causa cubana. En sus metáforas, el llanto por María García Granados se funde con el duelo por la patria esclavizada.

El exilio marcó su obra como una cicatriz. “Yo quiero, cuando me muera, / Sin patria, pero sin amo, / Tener en mi losa un ramo / De flores y una bandera”, escribió en versos que destilan añoranza e intransigencia. Desde México hasta España, de Guatemala hasta Nueva York, Martí llevó a Cuba en la pluma. Sus poemas fueron cartas de amor a una isla que solo pudo abrazar en sueños, mientras tejía redes independentistas.

El 19 de mayo de 1895, una bala española lo derribó en Dos Ríos. “No me pongan en lo oscuro / A morir como un traidor: / Yo soy bueno, y como bueno / Moriré de cara al sol”, había pedido. Y así cayó: de frente, empuñando un fusil en lugar de un libro. Su muerte, sin embargo, no apagó su voz. Los mambises llevaban sus poemas doblados entre cartuchos; los niños los recitaban como canciones de cuna.

Hoy su legado perdura. Martí sigue vivo en la música de Silvio Rodríguez, en los grafitis a lo largo de Cuba, en las aulas donde se enseña que “ser cultos es el único modo de ser libres”. Su Guantanamera se canta en diferentes escenarios; sus versos se tatúan en pieles jóvenes. La rosa blanca que cultivó florece en cada gesto de solidaridad, en cada lucha por la justicia. Martí ya no es un hombre: es un símbolo que late en las raíces de Cuba, como un río que no deja de correr.

La poesía del Apóstol cumplió su promesa. “Mi verso es como un puñal”, escribió, y así sigue: afilado, necesario, capaz de herir complacencias y sanar heridas. En cada línea, Martí dejó un mapa para encontrar a Cuba, no en sus costas, sino en su gente. Porque él no cantó a la tierra, sino a la sangre que la hace fértil. Y en esa sangre, sus versos siguen palpitando.

 

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Barbara M. Cortellan Conesa

Máster en Ciencias de la Comunicación. Ingeniera Química por la Universidad de Camagüey. Periodista-Editora del diario 5 de Septiembre. Miembro de la Unión de Periodistas de Cuba.

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