José Martí: diplomacia revolucionaria, un arma de los pueblos para los pueblos
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A 130 años de su caída en Dos Ríos, continúan las enseñanzas de José Martí sobre la diplomacia, al considerar que no es un arte de elites, sino un instrumento de emancipación colectiva. Su estrategia revolucionaria —tejida desde el exilio, la palabra y la acción— no solo buscó liberar a Cuba del colonialismo español, sino unir a los pueblos de América Latina en un frente común contra el imperialismo, con los más humildes como protagonistas. En este 2025, cuando las guerras comerciales y el neocolonialismo digital amenazan la soberanía de las naciones, su legado reclama una diplomacia radicalmente solidaria.
El Apóstol practicó una diplomacia sin cancillerías. Desde Nueva York, donde vivió exiliado, construyó una red transnacional con tabaqueros cubanos en Tampa, intelectuales mexicanos como Manuel Mercado, líderes negros como el haitiano Anténor Firmin, y comunidades indígenas desplazadas. Su Partido Revolucionario Cubano (PRC), fundado en 1892, no fue un partido tradicional, sino un “ejército de ideas” que integraba a obreros, campesinos y exiliados bajo el principio: “Sin pueblo no hay revolución, pero sin revolución no hay pueblo libre”. Esta alianza horizontal, donde negros y blancos, ricos y pobres, compartían responsabilidades, contrasta con la diplomacia actual, donde los gobiernos dialogan mientras los pueblos son espectadores. Martí demostró que la verdadera unidad independentista nace de abajo, en las fábricas y los campos, no en las cumbres presidenciales.
Defender a los humildes no era retórica: era la esencia de su proyecto. En sus crónicas para diarios latinoamericanos, denunció las condiciones de los obreros en las minas de Perú, el racismo en Estados Unidos y la explotación de los campesinos en Guatemala. Pero no se limitó a escribir: el 90 % de los fondos para la Guerra Necesaria (1895) resultó del aporte de trabajadores, no de magnates. Su consigna “Con los pobres de la tierra quiero yo mi suerte echar” se materializó en un sistema de donaciones donde un tabaquero de Key West aportaba centavos con la misma dignidad que un intelectual rico. Hoy, cuando la “diplomacia progresista” se llena la boca de justicia social pero negocia con multinacionales que explotan recursos naturales, Martí exige coherencia:
“La política es el arte de servir, no de servirse”.
José Martí fue el primer pensador global del Sur en alertar sobre el imperialismo estadounidense. En su ensayo Nuestra América (1891), advirtió: “Los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas”. Pero su antiimperialismo no era aislacionista: promovía una diplomacia de interdependencia justa, donde América Latina comerciara con todas las naciones sin perder su identidad. En la Primera Conferencia Internacional Americana (1889), rechazó el panamericanismo impuesto por EE.UU. y propuso una alianza basada en la igualdad. Hoy, su crítica resuena ante proyectos como el ALCA derrotado en 2005 o el Mercosur, que priorizan mercados sobre derechos. El Maestro enseñó que la independencia no es solo bandera e himno: es controlar el destino económico sin hipotecar la dignidad. La ética como estrategia diplomática.
Martí entendió que una revolución sin ética está condenada a repetir los vicios que combate. Por eso, su diplomacia rechazó cualquier alianza que traicionara a los humildes. Negoció con ricos exiliados en Tampa, pero les exigió “renunciar a privilegios” y someterse a la disciplina revolucionaria. Aceptó ayuda militar de veteranos confederados, pero les prohibió izar banderas racistas. Incluso en plena guerra, instruyó a sus generales: “La guerra no es contra el español, sino contra el colonialismo”, evitando xenofobias estériles. En 2025, cuando gobiernos de izquierda pactan con oligarcas o reprimen protestas sociales, su ejemplo cuestiona: ¿se puede hacer diplomacia revolucionaria sin integridad? El más universal e ilustre de todos los cubanos, respondería que “la única fuerza legítima es la que nace del decoro”.
Antes de que el término ‘soft power’ (poder blando) existiera, Martí usó la cultura como arma anticolonial. Fundó periódicos, tradujo obras que denunciaban el genocidio indígena (como Ramona de Helen Hunt Jackson) y promovió la literatura latinoamericana en Estados Unidos. Creía que conquistar las mentes era tan vital como ganar batallas. Hoy, su legado reclama una contraofensiva cultural: contar las historias de las comunidades mapuches defendiendo sus tierras, de los jóvenes cubanos creando arte bajo el bloqueo. Como él escribió:
“Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.
Martí sabía que, sin ofrendar su vida, su prédica unitaria perdería autoridad moral. “Para un pueblo emanciparse, es necesario que alguien muera”, escribió. Hoy, cuando líderes progresistas exigen sacrificios que no están dispuestos a asumir, su caída en Dos Ríos interroga: ¿cómo puede un gobierno pedir austeridad al pueblo mientras su élite vive en privilegios? Martí, que donó su sueldo de cónsul para comprar armas, dio una lección: la diplomacia revolucionaria exige dar ejemplo.
En 2025, la diplomacia martiana es un antídoto contra la resignación. Frente a un orden mundial donde el Fondo Monetario Internacional (FMI) impone recetas y las potencias venden armas a ambos bandos de las guerras, Martí enseña que la verdadera independencia se ejerce defendiendo a los humildes sin complejos, uniendo a los pueblos sin paternalismos y practicando una ética que no negocie con tiranos. Su muerte no fue el fin: fue el inicio de una batalla que sigue en las calles de Haití exigiendo justicia, en las aulas rurales de Bolivia enseñando en aymara, y en los hospitales cubanos atendiendo a los que nadie ve. Como él dijo: “La libertad es el derecho que se tiene a ser honesto”. Honrarlo es hacer de esa honestidad un arma diplomática.
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