Un western latinoamericano de marcada vocación anticolonialista y antimperialista

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Es el western un tendencioso género, a caballo del arquetipo y la fantasía, mucho menos simple o desideologizado de lo supuesto por algunos. Estuvo repleto, durante extenso trecho de su etapa primitiva/clásica, de falsificaciones históricas y relatos de mitificación heroica o cuentos morales con la visión de un vencedor glorificado.

No obstante, es además –lo conocía el célebre teórico André Bazin, pero también hasta los más furibundos detractores– una comarca especial de la pantalla: por constituir pasto entrañable de la historia común de muchas generaciones de espectadores, por erigirse en centro gravitatorio donde el cine cabalga a su aire, transpira libertad, rezuma emoción, destila donaire y en el cual halla particulares connotaciones la trinidad personaje/narración/espacio, aludida por el filósofo Gilles Deleuze en sus estudios sobre la imagen–movimiento.

Como el personaje central de El Topo (dirigida en 1970 por el chileno Alejandro Jodorowsky), aquel pistolero–redentor de fenómenos quien en las secuencias finales se resistía a morir pese a los mil balazos que rebotaban contra su cuerpo, el western sobrevive, una y otra vez, a las palas y ataúdes de sus enterradores. También en Latinoamérica.

Lo constató, por ejemplo, el argentino Fernando Spiner, para 2010, mediante su Aballay, el hombre sin miedo, western vinculado al allí históricamente trabajado subgénero gauchesco, si bien con los mismos prototipos, arquetipos, motivos–bases dramáticos del género,

Y ahora lo reafirma nuevamente el chileno Felipe Gálvez, gracias a su ópera prima, Los colonos. La obra exhibida en la Televisión Cubana hace pocos días es una preciosa pieza cinematográfica, empinada tanto por un magistral ejercicio fotográfico –de tributo a la pantalla y de programática rentabilización del espacio natural–, de Simone D´Arcangelo, como por la rotunda banda sonora, de aires épicos, de Harry Allouche. Dos grandes bazas del filme.

La película emplea los estilemas del género, pero por efecto de redargución (esto quiere decir que los usa para combatir, con sus propias armas, el conservadurismo inherente a este), en función de edificar un singular western latinoamericano de marcada vocación anticolonialista y antimperialista. Un pertinente llamado al recuerdo, en los tiempos de los profetas del olvido y las memorias borradas.

Cuando, con el apoyo total de EE.UU., Israel ha exterminado a más de cincuenta mil personas en Gaza, Gálvez habla de otro genocidio aquí, el del pueblo amerindio Selk’nam a fines del siglo XIX, soslayado por la historia oficial chilena. El tema lo abordó su coterráneo Théo Court en Blanco en blanco (2019), aunque desprovisto de la visceralidad, visualidad, lucidez, puentes de diálogo con el espectador, punto de vista, formas de expresar la violencia e índices acusatorios de Los colonos.

Obra sin manchas, de suma limpieza en su caligrafía –que evoca a Jauja (Lisandro Alonso, 2014) o Zama (Lucrecia Martel, 2017), y se enriquece por el talento actoral de Alfredo Castro–, el largometraje se integra, con honores, a un tema esencial como la evocación de la memoria histórica, abordado por el cine chileno a lo largo de 2023 a través de Los colonos, El Conde o el documental La memoria infinita.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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