Proyecto Manhattan: la ciencia al servicio del genocidio

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Durante las primeras décadas del siglo XX, el desarrollo científico-tecnológico generado desde las industrializadas sociedades occidentales fue realmente arrollador. Casi al unísono, los procesos modernizadores se expandían desde los países del centro hacia los de la periferia, y con ellos la idea de que ciencia y tecnología devendrían inexorablemente en los soportes claves del progreso material y espiritual de la humanidad.

Sin embargo, el estallido de dos guerras mundiales durante la primera mitad de esa centuria, como expresión de las rivalidades inter-imperialistas, evidenció que el binomio CT podría generar justamente lo contrario: la destrucción vertiginosa de los seres humanos y de su entorno vital. El lanzamiento en agosto de 1945 de dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki vino a confirmar rotunda y tristemente esta segunda idea.

El Proyecto Manhattan desplegado en 1942, cuyo resultado fundamental fue el arma atómica, marcó la nueva era que se abría ante la ciencia. Megaproyectos orientados a fines prácticos, activa intervención gubernamental, trabajo interdisciplinario, gran complejidad organizacional y cuantiosos recursos, serán rasgos que distinguirán en lo adelante la Big Science que desplazará a la Little Science[1]. Otra de las transformaciones fundamentales que convierten este momento en un punto de inflexión en el desarrollo institucional de la ciencia moderna es la estrecha conexión entre la comunidad científica y el poder militar. La solidez de esta alianza se ha robustecido en las últimas décadas y sus consecuencias han sido harto elocuentes: por un lado, ha influido extraordinariamente en el desarrollo de la tecnociencia contemporánea, por el otro, ha permitido el despliegue sin precedentes de la carrera armamentista, con su correspondiente secuela de guerras, destrucción y muerte.

La génesis del Proyecto Manhattan está estrechamente asociada a la presencia en territorio estadounidense a finales de la década de 1930 de un grupo de notables científicos europeos, la mayoría de origen judío, obligados a emigrar desde sus naciones de origen por el avance del nazismo. Uno de ellos fue Leo Szilard, brillante académico húngaro, quien en 1933 fue el primero en concebir la posibilidad de producir una reacción en cadena utilizando para ello núcleos pesados que se romperían −fisionarían− al ser golpeados por neutrones. Este descubrimiento resultó capital para el nacimiento más tarde del arma nuclear pues defendía la idea de que una reacción en cadena controlada podía liberar enormes cantidades de energía[2].

(Izquierda) Einstein y Zsilard elaboran la carta enviada a Roosevelt el 2 de agosto de 1939, considerada clave en la génesis del Proyecto Manhattan. (Centro). Primera explosión nuclear, causada por la prueba Trinity. (Derecha) Devastación causada por el impacto de la bomba atómica lanzada en la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
(Izquierda) Einstein y Zsilard elaboran la carta enviada a Roosevelt el 2 de agosto de 1939, considerada clave en la génesis del Proyecto Manhattan. (Centro). Primera explosión nuclear, causada por la prueba Trinity. (Derecha) Devastación causada por el impacto de la bomba atómica lanzada en la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto de 1945.

Para entonces, este grupo de científicos europeos exiliados en territorio norteamericano habían integrado sus esfuerzos en aras de concretar estas ideas, pero precisaban mayores recursos y apoyo financiero del gobierno estadounidense. Szilard, dotado además de un gran sentido práctico, decidió valerse del prestigio de Albert Einstein, el científico más famoso de la época para lograr el apoyo gubernamental que necesitaban. El húngaro, logró convencer al autor de la teoría de la Relatividad para que, el 2 de agosto de 1939, apenas un mes antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, firmara y enviara una misiva dirigida al presidente Roosevelt. En ella le advertía acerca de la posibilidad real de crear una bomba atómica y del peligro, no menos real, de que Alemania pudiera ser la primera nación en lograrlo. Asimismo, la carta informaba al mandatario sobre los avances alcanzados en tal sentido por los científicos europeos al servicio del Tío Sam:

Recientes trabajos realizados por Enrico Fermi y Leo Szilard, cuya versión manuscrita ha llegado a mi conocimiento, me hacen suponer que el elemento uranio puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en un futuro inmediato[…] se ha abierto la posibilidad de realizar una reacción nuclear en cadena en una amplia masa de uranio mediante la cual se generaría una gran cantidad de energía[…] este nuevo fenómeno podría conducir a la fabricación de bombas y, aunque con menos certeza, es probable que con este procedimiento se puedan construir bombas de nuevo tipo y extremadamente potentes[3].

La respuesta del ejecutivo comenzó a materializarse durante el propio año 1939 y fue jalonada por la constitución de comités y programas localizados en varias instituciones científicas, académicas y militares del país. El punto culminante estas acciones tuvo lugar poco antes del ataque japonés a Pearl Harbor: el 9 de octubre de 1941, Roosevelt autorizó finalmente el desarrollo del arma atómica y el 6 de diciembre, en vísperas del bombardeo nipón, Vannevar Bush, a la sazón director de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico creó el Comité S-1 con el propósito de guiar las investigaciones. La entrada de Estados Unidos en la guerra constituyó, en definitivas, el mayor impulso que revitalizó las investigaciones para la obtención del arma atómica y al año siguiente surgió lo que se conoció luego como Proyecto Manhattan.

El gobierno norteamericano gastó mucho más de dos mil millones de dólares en la empresa. Se calcula que unas ciento cincuenta mil personas se vieron activamente involucradas en el proyecto, con el despliegue de 37 plantas de producción y laboratorios en 19 estados de la Unión, incluido el territorio canadiense. La inmensa mayoría de los involucrados no conocía el gran objetivo al que tributaba su trabajo. Se levantaron incluso dos ciudades, de la noche a la mañana: Los Álamos, en Nuevo México y Oak Ridge, en Tennessee que fueron fundamentales para la investigación y producción del combustible necesario y de la bomba propiamente dicha. Estos enclaves acogieron al núcleo central de científicos, ingenieros y empresarios que bajo la coordinación del brigadier general Leslie Groves habrían de determinar, bajo riguroso secreto militar, las características específicas del arma de guerra más vanguardista de la época.

Un factor clave en el éxito del proyecto fue situar al brillante y polémico físico teórico Julius Robert Openheimer al frente del laboratorio de investigación y desarrollo de bombas. Bajo su liderazgo se agruparon los más prestigiosos químicos, físicos, matemáticos e ingenieros de la época: Niels Bohr, Edward Teller, Hans Bethe, John Von Neumann, Richard Feynman, Enrico Fermi y el propio Leo Szilard, junto a muchos otros. El trabajo desplegado por este grupo se fundamentó en resultados anteriores de otros grandes científicos como Marie Curie, Ernest Rutherford, Otto Hahn y Fritz Stassman que cimentaron el camino de la nueva ciencia.

Los científicos del Proyecto Manhattan lograron superar no pocos escollos teóricos y prácticos para fabricar la primera bomba atómica. Quizás unos de los principales fue la fabricación del combustible para lograr la fisión nuclear. Para lograr tal propósito se emplearon dos tipos diferentes de combustibles: los isótopos de uranio-235 y de plutonio-239.La razón para ello estribaba en la necesidad de poseer más de una bomba en condiciones de ser empleadas contra sus enemigos y en las dificultades que comportaba la producción de ambos isótopos radiactivos, sobre todo del primero de ellos.

El diseño de la bomba de Uranio quedó concluido en febrero de 1945 y se consideró innecesario e imposible someterlo a una prueba antes del lanzamiento en territorio enemigo. Resultaba innecesario, porque confiaban plenamente en la tecnología empleada; e imposible porque solo había U-235 para una bomba que bautizaron como Litle Boy, por sus dimensiones. La bomba elaborada con Plutonio, denominada Fat Man por las mismas razones, quedó lista al mes siguiente, pero en este caso sí se programó una prueba atómica – la primera del mundo- que fue denominada Trinity por el propio Oppenheimer. El 16 de julio a las 5:30 a.m., en el desierto Jornada del Muerto, cerca de Alamogordo, Nuevo México se escuchó una explosión colosal, seguida de una repentina ola de calor y una tremenda onda expansiva. La bola de fuego ocupó una extensión de 12 mil metros y el poder explosivo de la bomba fue similar al de 20 toneladas de TNT[4]. La mayoría de las predicciones de los científicos se cumplieron.

Los científicos que participaban en el Proyecto Manhattan, conocían mejor que nadie las catastróficas consecuencias que el empleo de las armas atómicas creadas podía generar, sobre todo si se lanzaban en las ciudades. Así que, casi un mes antes de la prueba Trinity, en junio de 1945, 155 de ellos firmaron una declaración que exigía detonar una de las bombas en territorio deshabitado, demostrando así a Japón su poder destructivo y provocar su rendición sin mayores daños.

El Brigadier Groves al confirmar que la iniciativa, luego denominada como Franck Report, podía adquirir mucha mayor fuerza aún, realizó un sondeo entre los científicos nucleares preguntando que pensaban de una demostración de este tipo. El 83% de los consultados respondió que era preferible cualquier acción disuasoria antes de lanzar las bombas contra civiles. Para entonces, el presidente Truman, sucesor del fallecido Roosevelt, había adoptado la decisión final de lanzar las bombas sobre ciudades japonesas. La nación nipona, a diferencia de Alemania, se negaba a rendirse y además quedaba pendiente “la cuenta” de Pearl Harbor, así que Groves decidió bloquear la petición y cualquier otro reclamo similar hasta después de que las bombas cayeran sobre Japón.

El desenlace es bien conocido y nunca debe ser olvidado. El lanzamiento de Little Boy en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y tres días más tarde de Fat Man en Nagasaki superó con creces el horror que muchos de estos hombres y mujeres de ciencia hubieran podido imaginar. Más de 120 mil personas murieron bajo el impacto directo de las bombas que generaron en ambas ciudades vientos que oscilaron entre 800 y 1000 km/hora, arrasando prácticamente todo a su paso. Al final de ese año, cerca de 246 mil personas habían fallecido y en los años que siguieron otras muchas murieron como consecuencia de enfermedades generadas por la exposición a la radiación. Por si ello fuera poco, los miles de hibakushas o sobrevivientes, además de las terribles secuelas físicas y psicológicas  del ataque, debieron sufrir el rechazo de buena parte de sus compatriotas y muchos vivieron ocultando su condición.

3.Un niño japonés de unos 10 años carga el cadáver de su pequeño hermano sobre su espalda en espera de su turno en el crematorio, Nagasaki, agosto de 1945. / Foto de Joseph Roger O’Donnell)
Un niño japonés de unos 10 años carga el cadáver de su pequeño hermano sobre su espalda en espera de su turno en el crematorio, Nagasaki, agosto de 1945. / Foto de Joseph Roger O’Donnell

Los bombardeos atómicos dejaron marcados para siempre a la inmensa mayoría de los científicos que participaron directamente en el Proyecto Manhattan. El propio Einstein que nunca lo integró, se arrepintió amargamente del papel que tuvo en su origen: “Debería quemarme los dedos con los que escribí aquella primera carta a Roosevelt”[5] escribió con amargura más tarde. Otras figuras destacadas como Leo Szilard o Robert Oppenheimer comenzaron a manifestarse abiertamente en contra del empleo del arma atómica.

La unidad y organización posterior de buena parte de los científicos que participaron en el proyecto junto a otros más que se integraron a lo que se conoció como el Movimiento Científico, posibilitó que en los años siguientes surgieran mecanismos internacionales para el control de la energía atómica. El debate ético, junto a la concientización y movilización de la opinión pública, constituyó una de las principales líneas de acción de este grupo que sentó un sólido precedente para el activismo futuro en contra de la proliferación internacional de armas nucleares y de la carrera armamentista en general.

La humanidad, sin embargo, aún no aprende las lecciones que ofrece la historia, de modo que un sector nada despreciable de la comunidad científica, sus valiosos conocimientos y sus resultados de investigación continúan orientándose, desde los centros de poder global, al exterminio sistemático de pueblos y culturas.


[1] Nuñez Jover, J. (1999). La ciencia y la tecnología como procesos sociales. Lo que la educación científica no debería olvidar. Editorial Félix Varela

[2] Velázquez, Carlos (2015). “El Proyecto Manhattan y la reacción en cadena” en: Cienciorama, UNAM, México.  http://www.cienciorama.unam.mx/#!titulo/406/?el-proyecto-manhattan-y-la-reaccion-en-cadena
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[3] Fernández Buey, Francisco (2005). Albert Einstein: ciencia y conciencia. El Viejo Topo. ISBN 8-49635-621-3.

[4] Cordle, Daniel. “Cómo fue el ensayo con la primera bomba atómica (y cómo cambió el mundo)” BBC en español. 16 de julio de 2020. https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-53437927

[5] ¿Cómo desarrolló EEUU? la bomba nuclear? (julio 25, 2013) RT en Español. https://actualidad.rt.com/actualidad/view/101085-eeuu-desarrollo-bomba-nuclear

 

Por: Vero Edilio Rodríguez Orrego / Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos ¨Carlos Rafael Rodríguez¨. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) y de la Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología.

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Vero Edilio Rodríguez Orrego

Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos ¨Carlos Rafael Rodríguez¨. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) y de la Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología.

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