Manifiesto de Montecristi: un legado que perdura

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Un documento que trascendió su época para convertirse en brújula moral de América Latina.

El 25 de marzo de 1895, en la árida localidad dominicana de Montecristi, José Martí y el general Máximo Gómez firmaron el Manifiesto de Montecristi, un texto que condensaba no solo el clamor independentista cubano, sino un proyecto de nación basado en la justicia y la dignidad humana.

La rúbrica del documento emergió en un contexto de urgencia: España mantenía su dominio colonial en Cuba con mano férrea, mientras Estados Unidos, una potencia en ascenso, acechaba con ambiciones anexionistas. Martí, poeta, periodista y fundador del Partido Revolucionario Cubano, comprendió que la lucha armada —la «Guerra Necesaria»— debía ir acompañada de un programa político claro. El manifiesto, redactado en prosa vibrante, no fue solo una declaración de guerra, sino un pacto ético que rechazaba el racismo, condenaba el colonialismo y soñaba con una república «con todos y para el bien de todos».

José Martí, figura cimera de las letras y la política latinoamericana, imprimió al manuscrito su sello humanista. Habló de unidad racial en una sociedad fracturada por la esclavitud, defendió la educación como pilar de la libertad y advirtió sobre el peligro de sustituir un colonialismo por otro. “La guerra no es contra el español, sino contra el sistema que nos humilla”, insistió, distinguiendo entre el pueblo ibérico y la maquinaria opresora.

Su visión integradora contrastaba con las divisiones de la época: Martí imaginó una Cuba donde negros, blancos y mestizos compartieran derechos, y donde la tierra no fuera privilegio de unos pocos. Su muerte prematura en Dos Ríos, menos de dos meses después de desembarcar en la isla, convirtió sus palabras en testamento y su figura en símbolo imperecedero.

El manifiesto, sin embargo, no pudo escapar al peso de la geopolítica. Tras la derrota española en 1898, Cuba cayó bajo ocupación estadounidense, y la Enmienda Platt —impuesta por Washington— maniató su soberanía. Aquel desenlace evidenció la tensión entre el idealismo martiano y los intereses de las potencias.

No obstante, el documento sobrevivió como faro ético. Fue recuperado por generaciones posteriores, desde los rebeldes de 1959 hasta movimientos afrodescendientes y educadores que ven en sus líneas un llamado a la equidad. Su advertencia contra el imperialismo resuena aún en las luchas latinoamericanas contra el neoliberalismo y la injerencia extranjera.

La figura de Martí, por su parte, trasciende el bronce de los héroes. Fue un estratega que combinó la pluma y el fusil, un exiliado que construyó redes de solidaridad desde Nueva York hasta México, y un pensador cuya obra literaria —desde los Versos Sencillos hasta el ensayo Nuestra América— fusionó arte y compromiso político. Su alianza con Máximo Gómez, veterano de guerras pasadas, simbolizó la unión entre el intelectual y el soldado, aunque también reveló tensiones entre el poder civil y el militar, una dicotomía que aún persigue a la región.

A 130 años de su firma, el Manifiesto de Montecristi no es solo un relicario histórico. Académicos como el uruguayo Eduardo Galeano lo citan como antídoto contra la desmemoria, mientras colectivos sociales lo invocan para exigir derechos. Su ideal de una patria inclusiva reta a un continente donde la pobreza y el racismo siguen siendo heridas abiertas. Martí, crítico de dogmas, escribió que «los pueblos han de vivir criticándose», y quizás esa sea su lección más vigente: la libertad no es un monumento, sino una construcción colectiva, imperfecta y en constante reinvención.

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Barbara M. Cortellan Conesa

Ingeniera Química por la Universidad de Camagüey. Periodista-Editora del diario 5 de Septiembre. Miembro de la Unión de Periodistas de Cuba.

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