Su majestad el café
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El día que probé el peor café del mundo aprendí una lección: nunca desdeñar el de esta isla, aun aquel sellado con la marca Hola. Estaba en las nubes (en sentido literal y figurativo), cuando insistí en que sirvieran también a mí la bebida matinal. Apenas unos segundos y el fiasco hirió mi paladar, como a cualquier persona nacida en Cuba cuando saborea algo que pretende ser pero no es, no logra ser, café.
No recuerdo con exactitud la primera vez que llevé un sorbo de este licor oscuro a mis labios. Ni cuándo tuve conciencia de que para muchos es mucho más que una bebida: es tradición, es cultura, es un pretexto para intimar, un amigo que reúne en torno suyo a los amigos, el aroma mañanero que despabila, despereza e invita a enfrentar un nuevo día.
Es el rey que preside una reunión, corona el almuerzo, reanima al espíritu cansado o en duelo, ahuyenta el sueño importuno, devuelve el vigor. Es un emperador que tiene como palacio una taza, o un vaso, o en los casos más modestos, un jarro, pero hace que ante él se inclinen los vasallos: simples mortales seducidos por su encanto.
Martí lo dijo con belleza sin igual, con fino estilo:
“El café tiene un misterioso comercio con el alma; dispone los miembros a la batalla y a la carrera; limpia de humanidades el espíritu; aguza y adereza las potencias; ilumina las profundidades interiores, y las envía en fogosos y preciosos conceptos a los labios. Dispone el alma a la recepción de misteriosos visitantes, y a tanta audacia, grandeza y maravilla”.
Ante una taza de café brota la poesía, nace una canción, cobra vida un cuadro. Pocos conciben el universo intelectual sin su compañía: estimula el pensamiento, aseguran;aviva el diálogo, sirve de pretexto para debatir y soñar, evoca recuerdos, hace un tanto más ligera la pena e inflama la alegría. El café, apuntó el poeta Alexander Pope, es “lo que hace que los políticos sean sabios, y que puedan ver a través de todas las cosas con sus ojos medio cerrados”.
Llegó a Cuba allá por 1748, en los jolongos de la migración franco haitiana. Ya reinaban aquí el tabaco y el azúcar, pero estos lo recibieron gustosos y desde entonces se unieron en misteriosa complicidad para formar parte de la identidad nacional.
Nadie se atrevería a decir que no es cubano, tan ligado a nuestra costumbre está. Por eso sus amantes lo persiguen, claman por él cuando advierten su ausencia de los recintos comerciales, se duelen al sentirlo alto, lejos del alcance de sus bolsillos, o al saberlo adulterado con sucedáneos (vaya eufemismo que ha encontrado el chícharo).
Yo probé el peor café del mundo porque estaba en las nubes. Aun así, agradecí el instante en que embriagué mis sentidos con su exquisito aroma.
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