Para reírse de miedo
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Se cree que el propósito de los fantasmas es atemorizar a los vivos. En realidad desean no tener que convivir con gente desagradable. Con tal premisa inicia el clásico Beetlejuice (1988), una comedia de horror sobrenatural, que tuvo su secuela este año: Beetlejuice Beetlejuice (2024), ambas bajo la dirección de Tim Burton.
Un matrimonio joven muere en accidente de auto. Sus espectros reaparecen en su propia casa que ha sido vendida a una familia extraña: El padre interesado por avistamientos y fotos de aves; la madrastra de aires metropolitanos que se cree escultora; y la hija depresiva, que viste de negro y se aficiona a la fotografía.
Los recién llegados no se asustan, lo que recuerda la actitud asumida por los personajes de El fantasma de Canterville, de Óscar Wilde. La inversión de roles, que parodia las historias de horror, tiene un efecto constante y divertido, con la memorable secuencia de la cena a ritmo de calipso.
En cuanto a visualidad, los juegos de cámara que involucra a la maqueta del pueblo, junto a algunos efectos especiales que materializan las intenciones de los fantasmas, funcionan muy bien como sorpresas visuales de carácter plástico.
De igual modo, la sala de espera de ultratumba, llena de semivivos que han muerto de forma violenta, alcanza un grado de sugestión fotográfica y emotiva, muy de agradecer por su hiperbolización humorística.
No consigue tal efecto (al menos para este espectador), el uso de la técnica stop motion para caricaturizar, estilo anime, las expresiones de júbilo y horror, entre otros efectos fantásticos (técnica que Burton repite en la segunda entrega del 2024); pues si bien disminuye el repelús provocado por los efectos especiales de tipo realista, lanza al espectador hacia las imágenes más bien pacíficas de los dibujos animados. Quizás sea la intención del director, que ha creado clásicos de animación como Mi novia cadáver, entre otros.
Dentro de un filme, pudieran parecer elementos suficientes como para reírse de miedo, pero al tratarse de una comedia de horror, ya se le exige que los parlamentos, en sí mismos, sean graciosos. Los guionistas lo lograron por momentos (sobre todo en boca del bioexorcista Beetlejuice), con el saldo de que el ritmo tragicómico, en ese sentido, resultara irregular.
La segunda parte gana en ese aspecto del guion. Mantiene los aciertos artísticos de la primera cinta (hipérboles y sugestión visual), al tiempo que se sube la trama sobre dos vertientes del cine negro: la investigación policial y el viaje a ultratumba. A mitad de película, la conjunción de todos estos materiales se torna realmente delirante, un festival de situaciones absurdas con soluciones descabelladas, típicas de los sueños, pero bien justificadas y preparadas por escenas previas.
Como en la obra precedente, la irrupción del bioexorcista se roba el show. Su rapidez de movimientos, su poder mágico y su incapacidad para tomarse algo en serio (salvo casarse), lo convierten en uno de los grandes villanos divertidos de todos los tiempos.
Esperemos que en una tercera parte (ojalá no esté tan lejana en el tiempo), se mencione tres veces su nombre y pueda convertirse en el protagonista absoluto, desde el inicio, de esta saga que tanto honor hace a la tradición occidental del surrealismo, el expresionismo alemán y el teatro del absurdo. Invoquémosle junto a Burton: “Beetlejuice Beetlejuice Beetlejuice”
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