OPINIÓN: El orgullo que salva

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La lucha contra el colonialismo cultural encuentra un obstáculo que a veces se torna insalvable: los colonizados no saben que lo son.  Se ha deteriorado en ellos, de manera irreversible, la autoestima nacional y personal, todo lo que dicen o hacen en la metrópolis (que no se presenta como tal), es superior. En Cuba, antes de 1959, los políticos colonizados creían que todo era posible menos ir contra los intereses de los Estados Unidos. Por eso, en los años sesenta, viajaban a Miami con la tranquilidad de los vacacionistas, casi sin equipaje: la Revolución no podía durar mucho. Pero los cubanos derrotaron al imperialismo en Girón y a trece presidentes norteamericanos. Sentimos, sí, el orgullo de ser la primera revolución socialista del Hemisferio Occidental y el primer territorio libre de América.

Las revoluciones en el Sur neocolonizado, restituyen la confianza de los pueblos: tú puedes, nosotros podemos. Por edad, no lo viví en Cuba, pero sí en Venezuela: la señora mayor que acaba de aprender a leer y a escribir, y con total seguridad dice, “voy a seguir estudiando hasta graduarme de abogada”. La Revolución convirtió a este pequeño archipiélago en una potencia: en las artes, en la biotecnología, en la salud, en el deporte. Los triunfos en el deporte, por su carácter popular y su capacidad para unir a una nación y generar confianza, han sido puntales del orgullo nacional. Un orgullo de nación pobre y solidaria, abierto a todas las culturas y a todos los abrazos.

Por eso el imperialismo se empeñó, con toda su fuerza mediática y su dinero, en destruir la ya arraigada percepción (que se correspondía con los hechos) de que éramos casi invencibles en la pelota. Al desmoronarse el sistema deportivo amateur, el mercado politizó el deporte: no nos podían ganar y se llevaron a nuestros peloteros ganadores, a muchos de los mejores. Después sembraron mentiras, semillas de desconfianza, la creencia en la superioridad del profesionalismo, en especial del norteamericano. Ese también es el papel del mercado: la carrera individual por triunfar (es decir, por obtener, a toda costa, la gloria combinada del éxito y la riqueza material) ya que “solo vivimos una vez”, nos hace olvidar quiénes somos, de dónde venimos, y también quiénes son los supuestos o los reales benefactores. La disputa entre el imperialismo y la Patria insurrecta es presentada como un asunto de los políticos, que no nos incumbe.

En la bodega de mi barrio una señora comentó que en un reciente viaje a los Estados Unidos, donde vive una hija o un hijo, no sé, tuvo que ser operada de urgencia. La operación, por su complejidad, o por los sofisticados equipos médicos y medicamentos que requerían, no hubiera sido posible en Cuba. Entonces concluyó: le doy las gracias a los Estados Unidos por salvarme la vida. No mencionó al médico norteamericano que la salvó —lo cual hubiese sido entendible—, sino al país que impide que el suyo tenga los equipos y medicamentos necesarios para salvar otras vidas como la suya. Sin embargo, en el norte de Italia, durante el clímax de la pandemia de Covid-19, no fueron suficientes esos sofisticados equipos que los médicos y enfermeros cubanos tuvieron que aprender a manejar allí, ni la abundancia de medicamentos, la brigada que cruzó el Atlántico desde un país pobre y bloqueado, salvó muchas vidas con el saber acumulado de una prolongada resistencia, con una educación basada en otro sistema de vida.

Hay otro campo en disputa: la historia. Los colonialistas españoles construyeron catedrales católicas sobre palacios y templos prehispánicos, trajeron a sus héroes y santos para sobreponerlos a los nuestros. No es extemporánea la exigencia de México de que los Reyes de España se disculpen ante los pueblos aborígenes. José Martí escribió para los niños de América semblanzas de Bolívar, Hidalgo y San Martín; de Céspedes, Agramonte, Gómez y Maceo. Construyó el necesario panteón de poetas, guerreros y pensadores latinoamericanos. “No hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas”, sentenció.

Fidel  recuperó después cien años de luchas anticoloniales y antineocoloniales y nos convirtió en contemporáneos de todos sus héroes: “¡Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros!, afirmó. En la Plaza Bolívar de Caracas, mientras el gran intelectual Luis Britto hablaba sobre la historia venezolana, pude observar cómo los transeúntes detenían la marcha para escucharlo, y de repente intervenían con suficiencia, porque la Revolución de Chávez había hecho que sintieran la historia de su país como la de su familia. En 1992, Cintio Vitier sostenía una tesis atrevida: “A las escaseces de todo tipo se suma el desgarramiento de los que se van y de los que, incluyendo niños, han muerto en ese intento. Sabemos de sobra quiénes son los principales responsables de ese éxodo masivo, pero hay un hecho implacable que está más allá de toda explicación o argumento: los que se van, asumiendo mortales riesgos, son cubanos a quienes la palabra de Martí no ha llegado”.

En estos días leí un artículo en El Nuevo Herald que corrobora la importancia que los neocolonialistas le conceden a la penetración cultural. El autor define la cultura como “el conjunto de valores y conductas que determinan la marcha de una sociedad”, para enseguida  acotar que “la sociedad (cubana) deberá comenzar a cuestionar los valores e ideas del pasado y a experimentar con nuevos enfoques socioeconómicos”. Pero ¿hacia dónde deben conducirnos esos nuevos enfoques? “Hacia una economía de mercado y una democracia”, dice el autor. Es decir, hacia el capitalismo y en el caso de Cuba, como cualquier otro país pobre, hacia la dependencia. El autor se sirve del concepto burgués (liberal) de democracia, ya inoperante, para camuflar sus intenciones. Su perfil en Internet aclara las cosas: “Hoy en día se dedica a la formación de jóvenes disidentes cubanos”.

La historia cubana es breve, intensa y hermosa. Su conocimiento nos fortalece frente a la ofensiva neocolonizadora imperial. Defenderla, es defendernos. La estrategia enemiga es debilitar nuestro orgullo nacional, diluirlo, la nuestra es asirnos a él; somos lo que seamos capaces de recordar y defender.

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