Lecciones de la historia: Cuba y su modernización “a la americana”
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Desde la tercera o cuarta décadas del siglo XIX, Cuba fue probablemente, con su élite propietaria e intelectual a la cabeza, uno de los primeros territorios de Hispanoamérica y la periferia colonial en establecer un vínculo identificador de la modernidad con el modelo social estadounidense. En la medida que avanzaba la centuria y se agudizaba la crisis del proyecto socioeconómico ilustrado y esclavista en la Isla, la novel república norteamericana fue desplazando gradualmente a las sociedades occidentales como referente de civilización y progreso[1]. Ello venía “de perillas” a las pretensiones anexionistas de los círculos de poder norteños, especialmente desde el sur esclavista.
Ya desde entonces, y aún antes, en el pensamiento insular quedó establecido que España no podía ser un modelo de modernidad en los nuevos tiempos, dado su escaso desarrollo fabril y las rémoras del Antiguo Régimen presentes tanto en sus proyecciones políticas como en la vida cotidiana. De modo que las circunstancias históricas colocaron a Cuba entre los primeros receptores de la ideología y la cultura material y simbólica norteamericanas. Tal influencia, sin embargo, no fue una imposición lineal o unilateral, sino un complejo proceso de negociación, en el cual muchas de sus más importantes proposiciones fueron abrazadas por los cubanos como afirmaciones de progreso, que ofrecían la promesa de una vida mejor.
Cierto es que la modernización, en Cuba o en cualquier lugar de la periferia colonial o postcolonial donde se transfirieron – y aún lo hacen− los roles y patrones de modernas sociedades occidentales, presenta múltiples aristas y facetas. Sin embargo, en este conglomerado las cuestiones asociadas al desarrollo científico−tecnológico ocupan un lugar de privilegio al devenir en reproductores por excelencia de las realizaciones de la modernidad.
Luego de diez años de conflicto anticolonial, el marco jurídico de la vida social fue sensiblemente modificado como parte de la política ibérica de pacificación. Ello permitió que el proceso de modernización desplegado en la Isla desde finales de la centuria anterior se acelerara notablemente, unido a las profundas transformaciones socioeconómicas que reformularon cualitativamente la agroindustria azucarera y condujeron a la abolición de la esclavitud. La mutación acelerada del capitalismo industrial y su conversión en capitalismo monopolista se hacía sentir de modo particularmente cercano en la Isla no tanto por la influencia de las potencias europeas –aunque tales lazos persistieron– como por las ya estrechas conexiones generadas con los Estados Unidos en casi todos los ámbitos de la vida moderna.
La fuerte competencia internacional promovida por los bajos costos de producción del azúcar de remolacha demandó una transformación radical del universo azucarero cubano y robusteció aún más los ya fuertes vínculos con la industria y economía estadounidense. La tecnología, entendida como sistema que integra elementos técnicos, organizativos y humanos, tuvo un papel fundamental en el salto cualitativo de Ingenio a central, del que no pocos propietarios quedaron excluidos. Sistemas tecnológicos con determinado grado de madurez en la actividad, como el ferrocarril –tanto portátil como de vía ancha–, se erigieron en un pilar importante para el resto de las transformaciones operadas y su expansión supuso un elemento clave para conectar el campo con la fábrica y a esta con la ciudad, los almacenes y el puerto. Así que equipos, dispositivos, modos de hacer y personal calificado estadounidense resultaron agentes claves en la modernización azucarera.
Con el 1898, Cuba entró de lleno y sin interferencias en el proceso modernizador dependiente que la consolidó como una pieza de importancia en la estrategia geopolítica de los Estados Unidos y en un mercado atractivo para su comercio y el movimiento de sus capitales. Las innovaciones tecnológicas llegaban desde Norteamérica a Cuba de forma expedita, a veces en el mismo instante en que se encontraban disponibles allí. El acceso a ellas sirvió para dar forma a todas las facetas de la actividad económica cubana: en las producciones estratégicas, en los sistemas de transportación y comunicación, en las relaciones comerciales, también contribuyeron a modificar los patrones de consumo. Asimismo, transformaron las relaciones sociales; no solo al recomponer la estratificación demográfica, sino al rehacer todos los elementos culturales y materiales de lo que se consideraba moderno y civilizado[2].
Las relaciones de dependencia económicas hacia el país norteño, acentuadas durante el último tercio del siglo XIX, fueron reforzadas y extendidas al control político a partir de 1899. El desmontaje de la dominación colonial española se llevó a cabo paralelamente con un proyecto de transformación institucional de la sociedad cubana, que seguía el patrón de “modernidad” y “progreso” diseñado por las autoridades militares norteamericanas.
Claro que todo el despliegue de esplendor anglosajón no fue suficiente y la anexión, el “primer plato del menú interventor” fue descartada, debido al fuerte sentimiento nacionalista que los cubanos forjaron con el filo del machete mambí. Solo quedaba innovar nuevos caminos para la dominación colonial, pero con disfraz republicano. Así que la reestructuración de las instituciones y las prácticas sociales se apoyaron en la autoridad del discurso científico y en el poder deslumbrante de la tecnología, erigidos en requisitos inevitables para la modernización de la sociedad. En tal escenario, la puesta en práctica del proyecto de dominación neocolonial se materializó merced al contubernio entre dos grandes grupos de intereses: los de aquellos sectores que dentro de Cuba lo habían elaborado desde la década de 1880, y los que desde los Estados Unidos encontraban muy favorable ese tipo de relación con la Isla.
En el propósito hegemónico de los interventores, modernidad, ciencia y sanidad debían identificarse. Los años de guerra habían sumido a la Isla en una penosa situación que debía revertirse. Un “ejército” de barrenderos, médicos, funcionarios e inspectores invadió calles y casas en las grandes ciudades, en una fuerte campaña de “higienización civilizadora” que pretendía, además de una limpieza efectiva de urbes y poblados, “barrer” de manera simbólica la “suciedad” del colonialismo español[3]. La ciencia cubana, sus logros y sus profesionales jugarían un importante papel en esta etapa.
El significativo descubrimiento de Carlos Juan Finlay constituyó la base de las trasformaciones que condujeron a la erradicación de la fiebre amarilla y de otras patologías similares. Al lograr demostrar su hipótesis sobre el modo de trasmitir la letal enfermedad, el galeno cubano visibilizó los mecanismos prácticos para eliminar a su agente trasmisor: la hembra del mosquito hoy denominado Aedes aegypti. Aunque se intentó, también desde el norte, arrebatarle su enorme mérito, la historia situó al galeno cubano en su justo lugar. La creación ya en la República de la Secretaría de Sanidad y Beneficencia (1909), primer ministerio surgido el mundo para cuidar de la salud de sus habitantes, es otro ejemplo del prestigio y la solidez alcanzada por el gremio médico−científico con Finlay a la cabeza.
En la moderna estrategia de dominación estadounidense las tecnologías asociadas al transporte y las comunicaciones, cumplirían un rol esencial. Estas fueron agentes claves del proceso modernizador pues establecían conexiones directas y permanentes hacia las fuentes de modernidad y por las mismas razones devinieron poderosas herramientas de control político al reforzar las relaciones de dependencia económica hacia el país norteño a partir de 1899.
Desde entonces y durante los primeros años de la República, la Isla sirvió de polígono de las pruebas estadounidenses para el despliegue de nuevas tecnologías basadas en la electricidad[4]. Así, La Habana y las principales ciudades de la Isla aceleraron su transformación a partir de la creación de nuevas infraestructuras sociotécnicas: la expansión de tranvías y el alumbrado eléctrico, la introducción de la radiotelegrafía y de la radiodifusión, la expansión de los cables telegráficos submarinos junto a la mejora tecnológica de la telegrafía terrestre y de la telefonía, que demandarían desde luego, la generación estable de la energía necesaria para ello. Empresas norteamericanas se afianzaron en la posesión de estos nuevos o renovados servicios que contribuyeron a consolidar su control sobre la economía y la sociedad cubanas. La modelación de un componente creciente de ciudadanía moderna, al que muchas veces las capas populares accedían solo como espectadoras, fue acogida con beneplácito, pero pronto, buena parte de estos servicios se revelarían como un dogal a la soberanía nacional.
En un país de economía abierta como Cuba, donde mucho de lo que se usaba y se consumía era importado, el comercio exterior constituyó un poderoso agente del proceso modernizador. Más aún, luego de la promulgación del tratado de Reciprocidad Comercial con Estados Unidos (1903). La importación era el canal acostumbrado para la introducción de innovaciones en el menaje de la sociedad cubana, así como para el enriquecimiento y renovación de los artículos de consumo cotidiano.
Grandes y pequeños avances tecnológicos, innovaciones permanentes o efímeras se importaban desde el norte como la viva imagen del bienestar y el confort de la modernidad a la “americana”: máquinas de escribir, de coser, teléfonos, bicicletas, inodoros y lavamanos, lámparas, planchas y cocinas eléctricas; más tarde también automóviles, radios y “frigidaires”, entre otros muchos bienes.
La asimilación de nuevos productos trascendía sin dudas la esfera económica al devenir acto de apropiación mediante el cual los diversos grupos sociales los asimilaban, no ya en calidad de mercancías, sino como artefactos culturales. De este modo, la modernización capitalista del “entresiglos” reproduce una nueva relación entre producción y consumo: en la mercancía se redifica y se expresa todo el sistema de relaciones de los individuos con los objetos y de los individuos entre sí, que indiscutiblemente modifica la cultura y el modo de vida de los sujetos receptores[5].
Con el fin de la bonanza generada por la Primera Guerra Mundial y el advenimiento de la crisis del sistema neocolonial, a partir de la década de 1920 la idea de la modernidad a la “americana” se reveló como un modelo inalcanzable. La modernización servía a intereses extranjeros que impedían capitalizarla en función de un desarrollo autóctono, así que el intento degeneró –como en buena parte de los territorios coloniales o postcoloniales– en una modernidad a medias, inconsecuente, epidérmica y demasiado expuesta a los embates y decisiones tanto del norte como del resto de los grandes centros de poder internacional.
Así, en pocos años, se plantearía la necesidad de un proyecto alternativo que permitiese al país incorporar la modernidad para sí. La nueva generación que entró en la escena pública en esos años reasumiría, consciente y progresivamente, el proyecto martiano a través de un proceso revolucionario durante la década de 1930, como punto de partida para lograr tales propósitos. Luego, en los ’50 la generación del centenario lo retomó y elevó para convertirlo en una revolución triunfante.
El influjo, sin embargo, de los avances científicos, las realizaciones tecnológicas y la cultura material estadounidense –junto al resto de las influencias generadas desde el norte− se han mantenido presentes desde entonces y hasta hoy, para confrontar o afianzar siempre lo que somos, pensamos, decimos, hacemos y soñamos los cubanos.
[1] Rodríguez, Pedro P. (1998). Modernidad y 98 en Cuba: Alternativas y contradicciones. Revista Temas, no.12-13, Article 12-13.
[2] Pérez Jr., Louis A. (2016). Ser cubano. Identidad, nacionalidad y cultura. Editorial de Ciencias Sociales.
[3] Iglesias Utset, Marial. (2010). Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902 (2da ed.). Ediciones Unión.
[4] Altshuler, José. (2014). Las comunicaciones internacionales de Cuba. Del correo marítimo al satélite. Editorial Científico-Técnica.
[5] Zanetti, O. (1998). 1898: Comercio, reciprocidad, modernización. Revista Temas, no.12-13, Article 12-13.
Por: Vero Edilio Rodríguez Orrego/ Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos Carlos Rafael Rodríguez. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC) y de la Sociedad Cubana de Historia de la Ciencia y la Tecnología.
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