La Suiza ensangrentada

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La muerte del coronel Enrique Villuendas parecía estar más anunciada que la de Santiago Nasar, el protagonista 76 años más tarde de la novela testimonial de García Márquez.

Baste recordar un detalle ocurrido la tarde de la víspera, el 21 de septiembre de 1905, en el Juzgado Correccional de Cienfuegos mientras el joven abogado defendía a su correligionario liberal José “Chichí” Fernández, acusado de injuriar a la policía.

Hubo un escándalo en la casa de la justicia cuya presunta finalidad era aprovechar la confusión para liquidar al incómodo representante de la defensa. Y de la Cámara Baja del Congreso. El corresponsal del diario oposicionista La Lucha relató a sus lectores la entrada intempestiva al local de los jefes policíacos Illance, Cueto, Ruiz y Soto. Quienes revólveres en mano desalojaron al público y alguno apuntó al pecho del joven coronel de la Independencia, a quien el gacetillero describió, “admirable de valor y sangre fría”.

Aquella tarde la sangre no llegó al río. En este caso a la bahía. El propio reportero concluyó su nota para el rotativo capitalino con esta predicción: “No creo que aquí haya elecciones y preveo conflictos sangrientos si un momento de lucidez y cordura no alumbra a los que pueden y deben evitar días de sangre y desolación”.

A las ocho de la que iba a ser su última mañana, Villuendas relató los anteriores acontecimientos en carta a su jefe, el general José Miguel Gómez, fechada en la habitación número uno del hotel La Suiza. “Ahora a las 10 a.m. (son las ocho) se celebrará una asamblea en casa de Pernas por el Comité Ejecutivo Liberal. Anoche pude convencerme que, tanto en el tren por la mañana como en el correccional por la tarde, se trataba de un complot contra mi vida tramado por Frías. Cuando nos veamos le contaré todo esto. El que había de matarme es un mulato, Mantilla, que oportunamente se encasquilló y dijo que por veinte centenes no se exponía a que yo lo matara a él. El de por la tarde era el propio Illance, que me encañonó su revólver a dos pasos de distancia. Pero no tenga cuidado ninguno por mí; aquí el problema es sí el pueblo va a votar o no, y en el primer caso si se debe llevar inerme a una matanza segura. Se va el tren. Villuendas”.

En lugar de la residencia del doctor Luis Pernas Salomó, la mencionada reunión del ejecutivo liberal en la Perla del Sur, finalmente iba a tener efecto en la propia habitación del firmante. Además del cabeza de partido y el médico, concurrieron a la cita Luis López Vilas, Juan Fuentes, José Antonio Álvarez Curbelo, Francisco Silva, Emilio Orrego, Buenaventura Pérez y Gabriel Quesada. En la habitación contigua estaba Chichí Fernández.

La gente del cacique de los moderados cienfuegueros, y senador de la República, José Antonio Frías, preparó la trama como si fuera un guion del naciente, y por mucho tiempo más, mudo séptimo arte. El rumor puso el condimento que faltaba: los liberales almacenaban bombas en La Suiza para volar la jefatura de Policía.

El reloj marcaba las once en punto de la mañana cuando el comandante Miguel Ángel Illance entró a la hospedería de San Carlos 103. Le acompañaba el vigilante Herminio Parets. Nicanor Sánchez, el dueño del establecimiento, condujo a la pareja hasta la segunda planta de su negocio y bajó de inmediato para reintegrarse a sus quehaceres.

Illance tocó a la puerta del “cuartel general” de los liberales perlasureños. Le abrió el propio Villuendas, quien al conocer que el jefe del orden público traía consigo una orden de registro dio por concluida la pequeña asamblea. Sus compañeros abandonaron el cuarto y tomaron en dirección de la escalera. El anfitrión hizo valer ante el policía la inmunidad que le otorgaba su condición de parlamentario. Extensiva además a su domicilio. El otro convino en la validez del argumento, pero habría que reflejarlo en una diligencia.

Requerido el pardo Nicanor para que firmara el acta, alegó su calidad de analfabeto y dijo que iría en busca de un tal Trelles, hombre de su confianza.

Pero en ese momento sucedió una escena que no figuraba en el libreto. Chichí salió de la habitación número dos y de pronto se vio frente a Illance. Le disparó y la vida del comandante comenzó la cuenta regresiva, en minutos. El policía Parets, que recién comenzaba a redactar el documento, desenfundó su revólver. Villuendas, percatado del gesto, lo agarró y ambos entablaron lucha cuerpo a cuerpo. Chichí disparó contra Parets y lo hirió. Acto seguido volvió a halar el gatillo y cruzó de pecho a espalda a Andrés Acosta, otro vigilante que subía a paso doble las escaleras.

A pesar del balazo y sin tener a tiro a su agresor, Acosta acudió a donde aún forcejeaban Villuendas y Parets. Y a bocajarro le descerrajó un disparo al coronel de 30 años. Mortal por necesidad.

La anterior, reitero, fue la versión de los hechos de sangre de La Suiza recogida a mediados del pasado siglo, en su libro “12 muertes famosas”, por el periodista Manuel Cuéllar Vizcaíno.

Pie de foto: Aunque demasiado borrosa, la imagen muestra en el momento en que los entierros de Villuendas e Illance coinciden por un momento en el Paseo de Arango (actual calle 19) rumbo al cementerio de Reina, él único de la ciudad por entonces.

Contrasta el cortejo fúnebre oficial del jefe de la Policía que avanza detrás (a la derecha en la imagen), con el líder de los liberales a quien acompañan el coronel Paulino Guerén y cinco o seis personas más.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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