Érase una vez… la cotidianidad
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Son aproximadamente las 5 de la tarde de un día cualquiera de semana, de los laborables (no estoy segura si todavía existe esa clasificación, porque ¿trabajar, trabajar?!!!), el escenario es la Calle Gloria, segunda cuadra después de la avenida 5 de Septiembre: dos mujeres de la mediana edad, pasados los 50 según mis cálculos, una alta, mulata, vestida de enfermera; otra, más bajita “envuelta en carnes”, expresado en buen criollo, viste una bata de médico, pero entre ellas hay un denominador común, tienen caras de cansancio.
Las observo desde la otra acera, mientras espero para realizar una diligencia, están “cogiendo botella”, o haciendo autostop si quiere huirle a la palabreja, pero NADA, ningún chofer se conmueve de estas dos mujeres que regresan a casa después de una evidente larga y agotadora jornada de trabajo, y aunque es una presunción de quien escribe, lucen cansadas.
Los conductores de carros estatales, entre ellos algunos pertenecientes al sector de la Salud, sí, no se asombre, las ignoran, mientras ellas sacan por turnos sus manos para hacer señales.
Entre ellas se establece una amena conversación, y hasta se me antoja transcribirla y ficcionarla, y esta sí que es una deliberada presunción:
“Esta semana no he tenido electricidad en las horas pico, y no tengo gas, así que hoy comeremos en casa al carbón”, dice la seño.
“Yo tengo gas, por suerte, lo que no tengo es agua, y esta es la última bata limpia con la que contaba. Ya llamé a la casa y el apagón comenzó a las 3 de la tarde, de modo que hoy no podremos recolectar agua”, y mientras, continúa el desfile de autos ligeros y ómnibus que pasan e ignoran a estas dos mujeres salvadoras quienes piden a modo de grito, ser salvadas.
Este es el dilema cotidiano de quienes deben trasladarse desde los barrios hasta zonas céntricas o densamente transcurridas, como sucede en la del Hospital, Ciencias Médicas, Banco de Sangre, y otras institucionas ubicadas allí, hacia las que se trasladan unas seis mil personas diarias, entre trabajadores, estudiantes, pacientes y familiares de estos, en varios horarios, como los de la alimentación de quienes permanecen ingresados.
Me gustaría ver la expresión facial de algunos de quienes le negaron auxilio a las dos protagonistas de este comentario, solicitando atención en el Centro de Emergencias Médicas del Hospital, y tropezarse con ellas, sí, porque a veces se nos olvida que estas personas, cuyas profesiones resultan tan vapuleadas en medio de la crisis que sufre el sistema sanitario, precisan de las manos de TODOS.
El transporte resulta, a no dudar, el medio más valioso que precisan los seres humanos para organizar sus vidas, para establecer horarios y para evitar el estrés que nos desorganiza y enferma. Todavía recuerdo aquella alternativa de movernos en bicicletas durante el Período Especial, implementada para aliviar la demanda, porque, aunque no todos podamos pedalear, los que sí podrían aligerarla.
O quizá unos trencitos improvisados, como el que explota el Turismo, que salgan desde los barrios periféricos, y que concurran hasta esta solicitada zona, por ejemplo, asidua para personal de la atención médica, estudiantes, enfermos, pacientes y familiares, por solo citar un ejemplo.
Quizá no encontraríamos médicos, enfermeros, técnicos y hasta obreros de la Salud, llegando cansados y sudados a sus puestos de trabajo a lidiar con la salud y la vida de sus semejantes; y regresando agotados a sus casas, en las tardes, noches o mañanas después de una guardia médica, a vivir la cotidianidad de la falta de combustibles para la cocción, de electricidad, agua y otras escaseces que trae la marea de la precariedad económica.
Con la que sí no podremos lidiar NUNCA, porque entonces estaríamos bajando de escala como hombres de cerebro superior, es con la precariedad humana y la falta de empatía para con los semejantes. Usted, chofer, tenga en cuenta la máxima de ayudar, empujar, abrir las puertas, para que sean más las ofrendas de amor y menos las de las miserias.
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