Piedras ilegibles, vacío intraducible

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Daniel Calabrese, (Argentina, 1962), escribe sin escribir, o dicho de manera más literaria, parece que escribe como si no escribiera. Sus poemas, directos, claros, desnudos o desadjetivados se mueven, corren, fluyen sin ruido en la página buscando desaparecer al interior del blanco silencio que es la hoja, allí donde, una vez leídos, sorprenden e incluso pueden asustar, gracias a la compleja sencillez alcanzada por el autor, a su destreza para decir no diciendo —ocultando la sustancia del objeto referido en la transparencia lograda al dividirlo a la mitad, desplazando su contenido más allá de los límites o demarcaciones que lo hacen, fuera del elemento en cuestión, desalojado de cualquier eje o sostén— sin indicar, dar explicaciones, señalar o comentar su proeza estética, el esfuerzo por abrir, con sus propias manos, las cosas que lo rodean al indagar en ellas, dentro, observando su contenido mientras las desarma, agujerea, o deshace queriendo saber de qué están hechas, en qué consisten, qué son. Se puede afirmar que, a través de la poesía, abriendo y cerrando artefactos, Calabrese se ha especializado en captar el horror implícito en la cotidianeidad, en el lívido instante transcurriendo frente a nosotros, reflejo del aburrimiento en que acontecen nuestras vidas contemporáneas, atiborradas de materiales desechables, marcas o falsas identidades, pantallas e incómoda publicidad, la absurda incongruencia de contenido y forma.

Así nos entrega poemas que en más de una ocasión son —o podrían ser— atroces, inoportunos, despiadados. No le quedan, como escritor, más opciones. El núcleo de lo que intenta poetizar, a riesgo de entrar en el campo de lo que sería la anti poesía es atroz, inoportuno, despiadado, y el poeta, sin miedo, avanza ante el reto impuesto por la realidad, haciéndonos creer, a favor y en contra de la Historia de la Literatura, que esa constante aspereza de lo real —como exabrupto a examinar— es el único asunto de la poesía, y al poeta moderno no le queda más horizonte que dedicarse a narrar sombras, describiendo profundas y perpetuas noches, contando la ceniza que se desprende de la luz y brota, sin fin, al amanecer.

Ruta Dos es la representación literaria de un vehículo llamado poesía, dentro del cual los restos de lo que fue el paisaje latinoamericano, con hombres y mujeres afectados por su condición, encuentran el reducido espacio donde fueron conminados a ser. La estrechez de un mundo oprimido que erige sus armas e interrogantes en las márgenes, allí donde las palabras, instrumentos comunicativos por excelencia han quedado desprovistas de significados y acaban, por lo mismo, siendo más útiles a la poesía que a la política, a la economía, a la filosofía. El registro de la palabra como saber expulsado del campo de las comunicaciones, convertido a la fuerza en sobra o desecho que solo puede ser eficaz separado de sus antiguas etimologías y en detrimento de los demás conocimientos humanos, desterrada del logos, condenada a ser independiente es, quizás, la cumbre del poemario, su mayor conquista.

El libro, aunque rectangular, adquiere categoría de ómnibus, la dimensión de un tren, nunca de automóvil o avión. Será porque la presencia de los demás pasajeros —transeúntes aglomerados en el mismo cubículo, atropellándose— determina, en cuestiones de compañía o soledad, el sentido de la ruta, su recorrido, o porque, al no haber vuelo, mudanza o cambio de país, sino paso, caminata sobre el asfalto, en la tierra, para la piedra y el vacío —elementos fundamentales en la concepción del poemario y su construcción— no se han oficializado las visas pertinentes.

Si digo que el desencanto, o la amargura que profesa el autor, e incluso una especie de reticencia cívica,o para decirlo sin ambages, de asco público ante el estado actual del mundo son el centro del libro, estaría reduciendo la incómoda, perturbadora belleza del poemario, su afilado, peligroso contenido, que corta como un cuchillo al revés, amellado en el centro, y la importancia, el impacto de Ruta Dos en el panorama de las letras latinoamericanas.

Aunque desde que abrimos el libro se siente la opresión dentro de la cual respira el autor, como si el día en que escribe fuera una cárcel y él, prisionero del paso de los minutos confesara sus inconformidades, su derrota ante invisibles fuerzas mayores a la razón, Calabrese hace de la poesía un tren al que sube su lenguaje articulado, queriendo se confunda con la velocidad del transporte y sea, más que memoria o receptáculo de los recuerdos, objeto presente, vivo; el ómnibus donde monta los dedos de sus manos buscando ordenar la desarticulada realidad para ofrecer, dentro del sistema de su escritura, un sencillo rompecabezas que solo se puede comprender si el lector sabe (o aprende a) desarmarlo.

Poesía vehicular, el cuerpo del poeta —cada una de las sensaciones, reacciones y síntomas que padece, víctima del desencanto ante el torbellino de la realidad— es el protagonista del recorrido a través de las vacuidades y rocas del camino que es la Ruta, filosofía del espacio, metafísica espacial que haya sus más eficaces doctrinas o estatutos pensando piedras y vacío en relación, a mitad de los cuales quedan hombres y mujeres desprovistos de protección, absolutamente desamparados, semejantes a las palabras cuando son desalojadas del campo de las comunicaciones, en la más pura orfandad.

Como si el resto de los inquilinos del tren o del ómnibus le prohibieran al poeta hablar demasiado, este constriñe las voces que lo habitan, recoge su conversación, exigiéndole a las palabras que sean mínimas, pocas, escuálidas, y ocupen menos espacio del necesario. Sorprende, dentro de la puesta en escena literaria, el corroído lirismo del que se desprende, o debe desembarazarse para confesar desapegos, aversiones y náuseas modernas, su aborrecimiento; la simetría descubierta por el autor entre Ver y Decir, mientras describe (poetizando) lo que mira, la similitud entre lo dicho y su referente, obligando su oralidad a un estricto perfeccionamiento. La camisa de fuerzas dentro de la cual el autor diseña la arquitectura de cada poema y del libro, hace que Ruta Dos recuerde un piso de mosaicos, compuesto por hermosas, pulimentadas lozas, que en lugar de caminar invita a ser contemplado y debido a la exactitud con que Calabrese elije las palabras y las pone en fila, aterra moverse o siquiera poder, ubicar un pie sobre las mismas. Ese mosaico, gracias a la poesía, es (o se convierte en) un camino solo transitable con los ojos y para el pensamiento.

La piedra que en “Método para calcular el tiempo” abriendo o inaugurado el libro cada vez que alguien pasa rumbo al Sur dejancaer en el vacío del ser, es la misma que en “Prodigio”, solo una página después, como trabajo de este día consiste en ser llevada de aquí para allá, y Es una roca muy pesada, más que un buey, más que una bolsa cargada de lluvia. Es un agujero prehistórico, un espejo negro a punto de tragarse el mundo.   

Piedras y vacío, monumentos de la naturaleza, son los paradigmas de cada poema. ¿Acaso no se puede entender nuestro planeta como relación entre los pedruscos y la nada? ¿Qué es el mundo, para decirlo de otra manera, sino un diálogo perene, ininterrumpido, entre roca y cielo, materia y espacio, objeto y ausencia de objeto. Ruta Dos, conformado por Primer tramo KILÓMETRO 207 y Segundo tramo MAQUINARIA PESADA, antecedidos por el magnífico prólogo de Raúl Zurita, lúcido en su contundencia, es más que canto al binomio ser o no ser, y se define en la inteligente, sutil y profunda invitación hecha por Calabrese para que leamos (o aprendamos a leer) piedras y vacío en calidad de poemas exactos, perfectos, insuperables.

Ediciones Matanzas, (colección Los molinos, 2019), ofrece al lector cubano una conversación constituida por 34 guijarros que Daniel Calabrese ha sabido pulir en medio del camino, usando la vacuidad, el delicado y blanco aire que hay alrededor de las palabras y viga, o poste infalible, columna inmaterial, las sostiene; con esto, la posibilidad de que pensemos y entendamos el afuera —realidad o naturaleza, (el gran poema de la naturaleza)— dentro del cual sucedemos, como piedras ilegibles, y vacío intraducible que gracias a la poesía y a la mano de un argentino, nacido en Dolores, hablan, expresan sus contenidos, reivindican lo posible.

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