Malavita: la contracara ridícula de De Niro
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Robert De Niro constituía, hasta hace menos de un cuarto de siglo, uno de los santos patrones del altar interpretativo en el universo audiovisual anglosajón. Eran entonces sus tiempos gloriosos con Martín Scorsese y la salida al ruedo de una serie de caracterizaciones tan inmarchitables como las películas que arropaban a aquellos personajes fabulosos. Justamente, uno de esas magnas tipologías fílmicas resultó la compuesta por el actor, a las órdenes del referido realizador, en Uno de los nuestros, excepcional exponente del cine gangsteril aparecido en 1990.
Malavita es el reverso de la esfinge, la contracara ridícula, para De Niro, de la época de Uno de los nuestros y los días cimeros que él echó por el tragante a favor de hilvanar una carrera que, desde hace par de décadas, anda de mal en peor debido a la ausencia de criterio de este señor para escoger sus intervenciones.
Se ha autorrelajeado a tal punto el protagonista de Taxi Driver que, por aceptar, acepta hasta productos extremadamente mediocres como esta comedia gansgteril Malavita. Aquí De Niro es un mafioso estadounidense de ascendencia italiana. Caído en desgracia ante su clan, tras las consabidas delaciones, es amparado por el programa de protección de testigos, el cual le dispone refugio en Normandía, junto a su esposa y sus dos hijos adolescentes, uno de ellos incorporado por Dianna Agron, la rubita sexy de Glee, con la mayor inexpresividad de la galaxia. A partir de la llegada de los Manzoni a la región francesa, parte considerable del guion discurre sobre el intento, fatigoso e inútil, de generar hilaridad sobre la base de la colisión de choques culturales entre los visitantes y lo nacional o europeo, visto en un sentido amplio.
El guion, en lance sin fundamento dada la vulgaridad del largometraje o quizá en pos de conferirle alguna dimensión ante los críticos a este sinsentido, se permite algunos jueguecillos metalingüísticos del todo inoperantes con Los Soprano, la telesiere gangsteril por excelencia, y, de nuevo, con Uno de los nuestros, la cual proyectan en un viejo cine del poblado donde se esconden los Manzoni.
En escena, lo anterior funciona como un añadido fútil a una puesta marcada por la ineficacia de principio a fin, donde no funciona un solo gag y en la cual los personajes son meras siluetas de miles de fantasmas moribundos en el imaginario fílmico hace mucho ya. Pobre De Niro y pobre Michelle Pfeiffer, quien con tal de volver a hacer algo, asintió en encarnar a la señora Manzoni. No ha de perdonarse a Tommy Lee Jones tampoco por trabajar aquí.
La Pfeiffer, o sea Doña Manzoni, es una versión con retardo de la señora Carmela Soprano, quien también tiene su sacerdote, su Tony y sus jovencitos. Los suyos son mucho peores. Hasta que la rubia de Glee no logra practicar el sexo con el profe de Matemáticas, tras acosarlo sin respiro, no está tranquila. Luego, se entretiene dándole trompones a los franceses. A su hermano, además de la violencia, le va la inteligencia, y se echa en un bolsillo a la escuela normanda donde lo envían gracias a su “astucia americana”. Mientras, el De Niro/Manzoni mata a batazos al plomero y se encarga del oficio de este en casa, cuando no se dedica a sumar líneas a sus memorias.
El francés Luc Besson, quien como hemos referido en diversas ocasiones, realiza una labor hasta cierto punto loable en su faceta de productor para proyectar a escala mundial el cine de acción galo mediante modelos dignos como Venganza y De París con amor, en su rol de director es alguien sin reservas para arremeter contra cualquier género, sin medir las consecuencias, y dotado de una autoestima tan alta que le impide tener sentido del ridículo. Coguionista y realizador en Malavita, Besson se pierde, literalmente, en la adaptación del libro de Tonino Benacquista, y dilapida ideas, actores, un equipo técnico de primera y dinero en una pieza muy menor, destinada al olvido absoluto.
Tampoco ha de perdonársele a Mr. Martin Scorsese que haya sido productor ejecutivo de tamaña memez.
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