Liliana Molina y el último monólogo
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No imaginó la actriz Liliana Molina que después de tanto tiempo fuera de la escena, haría su último monólogo a sus 79 años de edad; la escenografía: dos sillones del portal de su casa. Su público: el entrevistador. No hay personaje, solo la actriz a quien su nuera ayuda a bajar el quicio de la sala y la acomoda en uno de los sillones. El guion, un repaso histórico desde la fundación del Centro Dramático de Las Villas, hasta el día de hoy.
Ella serena, muy segura, saluda con una sonrisa, con la misma que agradece, con la que enumera el salto emotivo que experimenta, reviviendo 63 años de leyenda.
“Empecé a amar el arte desde que estaba en el vientre de mamá, ella cantaba; tenía una voz de soprano que te deleitaba escuchándola y mucho más, cuando papá le acompañaba en el piano. Ellos se preocuparon por llevarme, junto a mi hermano, a todo cuanto sucedía en el mundo artístico cienfueguero. Pude ver obras de José Antonio Cabrera y de las hermanas Cobas. No nos perdimos ningún suceso cultural, ni ninguna novedad artística que llegaba a la ciudad.
De ahí me brotó la concepción profunda que tengo del arte, sus altos niveles de exigencia y su demanda infinita de entrega y dedicación. Siempre he considerado al artista como un ser profundamente culto, y modelador de ese porte de cultura que le brota del cuerpo cuando no hace nada o le sale de la voz aunque permanezca callado. De mis padres me viene el ritmo y la musicalidad de mi cuerpo, la que llevé a la escena. Mi coordinación, plasticidad y expresión corporal me vienen de mis estudios de ballet en la infancia.
La nuera entra a la escena, pone en manos de la actriz y de su espectador una taza de café, ellos beben y las devuelven a la mujer, que se retira.
“Había prometido a mis padres que estudiaría una carrera universitaria, promesa que hice con mucha convicción y seguridad, porque amaba, amo estudiar, como amo a los seres humanos, a las aventuras y a la juventud. En mi etapa de estudiante de bachillerato me incorporo a un grupo de pantomima que tenía la sociedad Ateneo y el cual lo dirigía Armando Suárez del Villar. Él soñaba con ser director de teatro y ponía todo su empeño e iniciativa en ello. Entrenábamos mucho, la expresión corporal, la preparación física y la pantomima.
Invitado por la revolución llegó a Cienfuegos un grupo Checoslovaco de pantomima, no sé cómo se pronuncia, ni cómo se escribe, pero sonaba así: Nasablaby; ellos hacían pantomima de cara blanca.
Ese intercambio fue muy bueno para el grupo, para los actores, para constatar el alto nivel artístico y de búsqueda de Armando, y para lograr que las autoridades lo apoyaran más. Conformamos un espectáculo de pantomimas, también con las caras blancas y todos vestidos de negro: Juan Antonio Marín, Yolanda Perdiguer, Tony Díaz, Papo Avilés, Virgilio Regueira y yo.
Cultura nos puso un ómnibus y viajamos toda la provincia de Las Villas, nos presentamos en todos su municipios, en el teatro universitario de Santa Clara, en los 52 centrales azucareros. Trabajábamos en espacios abiertos, al aire libre, en parques o portales; ahí descubrí los rostros de los públicos, de personas humildes que no podían asistir a los teatros y que por primera vez presenciaban el arte. Recuerdo que en una de esas presentaciones Virgilio hacia una pantomima de un equilibrista y un hombre, un espectador le gritó: Déjate de ese ejercicio y coge una mocha y ponte a cortar caña. Tony hacía un cazador de mariposas que impresionaba, las personas se le encimaban mucho para ver si de verdad tenía una mariposa en la mano. Yo era delgadita y muy ágil, en plena presentación un desinhibido observador comentó en alta voz una frase en alusión a mi forma física y mi cuerpo”.
La nuera hace callar al perro que se bate a ladridos con otro que esta apostado fuera de la cerca. Lo amenaza con un periódico, pero no le pega, lo entra a la casa.
“Con la llegada de Alberto Panelo e Isabel Herrera, los argentinos designados por la Revolución para fundar una agrupación profesional en la provincia, se abrieron nuevos cursos de actuación, estudiamos la dramaturgia, la técnica actoral y profundizamos en el desarrollo de nuestras habilidades. Yo fui aceptada y contratada desde el mismo comienzo cuando apenas contaba con 17 años. No actué en la primera obra; le pedí a los directores que me permitieran concluir mi preuniversitario e incorporarme a actuar a finales del año 1962.
Desde la llegada de los argentinos hasta el estreno de la primera obra transcurrieron unos cuantos meses, tiempo de entrenamiento, estudio y preparación. Se seguían sumando actores y personal técnico. Se incorporan Julio Medina, Pedro Posada, Carlos de la Paz, Luz Clara Díaz, Cristina Pino y Antonia Stuart. En la medida que vaya recordando sus nombres te los diré todos, no quiero omitir ninguno y perdona si los repito. Junto al elenco se completaba el personal técnico y aparece como diseñador Manolo Barreiro; sonidista, José Roca; tramoya, Beltrán, el padre, aunque luego lo hizo el hijo también. Así creamos nuestra primera obra, para la cual se trajo de La Habana a un dramaturgo como José Ramón Brenes, el cual nos escribió Aquel barrio nuestro, primera obra oficial que da la profesionalidad a nuestro colectivo.
Nuestro movimiento constante, el número de presentaciones, la diversidad de espacios y escenarios; toda la provincia de Las Villas para un colectivo de actores, hacían crecer las creaciones del grupo, la popularidad, la acepción y despertaba la inquietud de otros jóvenes. Se incorporó Aida Conde, Gladis Najarro, Raúl Guerra, Celedonio Pérez y otros. Se hacían doblajes de personajes para mantener el ritmo de presentaciones y lograr dar dos funciones seguidas. La dirección artística, al principio, era de los argentinos Panelo, Isabel y Raimondi, y se incluía Armando Suárez. También vino Nelson Dorr a dirigir varias puestas y así se fueron apoderando de la dirección de las puestas otros directores cubanos como Ramón Rodríguez y Juan Rodolfo Amán.
Se hacían dos y tres montajes al mismo tiempo, todos los poblados, todas las zonas, reclamaban ver actuar al Centro Dramático. Manteníamos nuestras clases de acrobacia, gimnasia, expresión corporal, con el maestro Ricardo Carles. Hicimos muchas giras, se estudiaba a Stanislavski, y su método de la acciones físicas, Meyerhold y a Brecht. Nuestros montajes abarcaban toda la dramaturgia internacional y nacional, los directores extranjeros se empeñaban en los clásicos o en obras de grandes autores internacionales y los directores de La Habana se movían con propuestas que iban desde textos muy conocidos de la literatura universal, hasta creaciones de autores cubanos. Los directores cienfuegueros, buscaban temas más comunes a los pobladores del territorio”.
La memoria de Liliana Molina es envidiable. “Recuerdo a Magdalena García, Millen Leiva (Milagros), a Alberto Duran, a Esteban González, a Sergio González, a Nelson García, hasta Gina Caro trabajó con nosotros. A mí los directores me daban muchas tareas de investigar; nunca dejé de hacerlo. Estudié varios idiomas y serví de traductora de alemán, francés, italiano e inglés. Hicimos teatro inglés, ruso, alemán, norteamericano, italiano, español, francés, islandés y de nuestro país. El bufo cubano siempre tuvo una aceptación magnífica, al mismo nivel que los grandes clásicos de la dramaturgia internacional.
Era un periodo en el que trabajábamos en tres líneas de creación, y es como deben hacer todos los colectivos siempre. Las grandes producciones para los escenarios más amplios: Tomás Terry, Luisa, el teatro La Caridad; medianas producciones para espacios cerrados o abiertos de una capacidad media y donde los públicos podían mirar sentado; y producciones muy ligeras para terrenos irregulares, campos, unidades militares, cafetales, cañaverales o albergues. Buscábamos siempre la ligereza en las escenografías para que todo pudiera trasladarse con facilidad.
Interrumpe el cartero dejando el periódico, ella busca, muy en silencio, el artículo sobre Pedro Posada, pero no es el 5 de Septiembre, sino el Juventud Rebelde.
“Para seguir aprovechando nuestras habilidades corporales y físicas se montaron obras de la comedia del arte donde tuve la suerte de compartir el reparto con Virgilio, Gabriel y Arnaldo Avilés, todos dirigidos por Panelo. Y trabaje en El Corsario y la Abadesa, con la gran Aidita Conde. En la obra El sombreo de paja de Italia, yo hacía un efecto brechtiano y solo me desempeñaba entrando los carteles que anunciaban o definían los espacios de la acción, esta fue una puesta de Nelson Dorr.
Del teatro lo recuerdo todo, los montajes, las actuaciones, los públicos aglomerados tratando de ver, los insistentes en descubrir si Tony realmente tenía una mariposa en la mano, los desinhibidos que nos gritaban frases o nos lanzaban besos con las miradas. Para acercarnos a la línea de visión de los espectadores nos subíamos en un banquito para decir el texto. Recuerdo esa etapa de forjar, de construir, de componer el retrato fiel y profundo de la Revolución. El amor por el estudio, el amor por el arte, amor por el teatro y el amor por la personas. Virgilio Regueira y yo nos casamos, tuvimos nuestro hijo, y se casaron Yolanda y Juan Antonio, y tuvieron dos hijos.
Un colectivo teatral es un grupo de amigos, de familia, donde impera el respeto, la disciplina, la dedicación, el estudio y el trabajo. Siempre los recuerdo trabajando junto, unidos, creando buscando nuevas idea. De todos guardo en el pecho las emociones que ni fotos, cartas, ni programas de mano, ni textos o diseños escénicos pueden encerrar. Guardo los entusiasmos de una juventud y una madurez que disfrutaban estimulando el disfrute de otros; de un grupo de seres humanos que avanzamos impulsando a nuestros compañeros.
Tengo los clarísimos recuerdos del alma buena de Tony Díaz, excelente persona; las recias y alegres expresiones de los hermanos Regueiro; la transparencia y la nitidez humana de Juan Antonio Marín, el amor incondicional, la comprensión y la dulzura de Yolanda Perdiguer, la risa alegre y contagiosa de Julio Medina y la pasión perpetua de Pedro Posada”.
El silencio camina la cuadra desde la calle 39 hasta 37.
“Imaginas, uno recuerda siempre a los compañeros de escuela de la primaria, cómo iba a olvidar a los compañeros de escuela de la adultez; porque en eso se convirtió el Centro Dramático, en una escuela de arte, de teatro, de conductas, de posturas y de relaciones, muchas y buenas relaciones. En una unidad artística donde no había hombres y mujeres, había artistas, no había negros y blancos, había compañeros, y donde reinaba la mayor capacidad de inclusión. Todos eran bienvenidos cuando traían el firme propósito de crear y de respetar las premisas requeridas para hacerlo. Doy gracias a la vida por haberme permitido estar allí con todos ellos, de haberles amado lo suficiente, de haber bailado con Pedro aquellas noches intensas donde su magistral desempeño del negrito no parecía agotarle.
Nunca me salí del teatro; ¡sí! dejé de actuar, pero nunca le perdí el rastro a mi grupo, a su repertorio ni a sus integrantes. Un hombre de teatro por todo el esfuerzo, el tesón y la dedicación que pone en él debe ser aplaudido infinitamente; pero una mujer que se desdobla y multiplica para hacer teatro y para sostener con su feminidad su familia merece una infinidad de aplausos. La misma familia que me condujo al teatro reclamó de mis esfuerzos y mi dedicación; y siendo la única hija hembra con un hermano estudiando en Rusia, no me quedó otro remedio que dejar de actuar. Mientras pude, mientras que la salud me lo permitió estuve en todos los estrenos de mi agrupación.
A pesar del dolor de ver morir a algunos y partir a otros: los entusiasmados por el joven y tentador proyecto del Teatro Escambray y los convocados por otros proyectos de vida, seguí asistiendo al teatro. Después de la muerte de Yolanda, mi compañero de lunetas era Juan Antonio; solo después de su fallecimiento dejé de asistir con regularidad al teatro. Lo último que vi del grupo, y donde me acompañó Luz Clara, fue “Tulipa” dirigida por Generoso González, y con la que lloramos las dos.
Liliana narra que “momentos felices recuerdo muchos; cuando el propio Sergio Corrieri me pidió me incorporara al naciente grupo Teatro Escambray y me abrazó cuando yo le dije: amo a mi grupo y a mi Cienfuegos; cuando tuve la suerte de trabajar en la obra que su mamá Gilda Hernández dirigió para nosotros; cuando bailaba con Pedro o secreteaba con él y con Tony, cosas de la vida, cuando recuerdo las caras de los espectadores de ese inmenso público que nos acompañó siempre.
De vez en cuando miro fotos y las vivencias me vienen a la mente y al pecho, y la memoria emotiva me invita a reír, cantar y bailar. Como buena creadora, haré lo que todo artista debe hacer, depositar todos los materiales que dispone de su agrupación en manos de esta, para que la memoria se conserve y la historia nunca muera”.
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