Enfermedad y fuego patriótico: la resistencia de José Martí
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Desde su juventud, José Martí libró una batalla silenciosa contra un cuerpo frágil. La tuberculosis, diagnosticada desde temprana edad, lo acompañó como una sombra: tos convulsa, fiebres intermitentes y una fatiga que amenazaba con postrarlo. En el siglo XIX, esta enfermedad era una sentencia de muerte lenta, pero Martí desafió el pronóstico. No se resignó a la convalecencia; en cambio, convirtió el sufrimiento en un motor para pensar, escribir y soñar con una Cuba libre. Su pluma, afilada como un arma, trazó versos y ensayos que mezclaban el dolor físico con la esperanza colectiva.
Aunque el presidio político en Cuba dejó marcas imborrables —heridas en las piernas por las cadenas, infecciones oculares y un deterioro físico acelerado—, Martí nunca permitió que el martirio lo definiera. Aquel joven de 16 años, condenado a picar piedra en las canteras de San Lázaro, emergió con una visión clara: la opresión colonial era una enfermedad peor que cualquier malestar corporal. Así, sus cicatrices se volvieron símbolos de resistencia, pruebas de que ni el hierro, ni la enfermedad podrían doblegar su voluntad.
Pese a su cuerpo enfermo, el Apóstol desplegó una energía titánica. En el exilio, mientras su salud se balanceaba entre crisis y treguas, fundó el Partido Revolucionario Cubano en 1892, redactó el Manifiesto de Montecristi y coordinó la Guerra Necesaria de 1895. Sus cartas revelan noches de insomnio, dolores reumáticos y ataques de tos con sangre, pero también una obsesión por unir a los exiliados. «Escaseará el aire, pero no el valor», escribió, encapsulando su filosofía: la lucha por la libertad era un deber sagrado, superior a cualquier limitación.
Su obra intelectual, nutrida en la adversidad, refleja esta dualidad. En Versos Sencillos, comparó su vida con un «pájaro herido» que aún canta, mientras en Nuestra América urgió a Latinoamérica a emanciparse de imitar modelos ajenos. Cada página suya era un acto de rebeldía: escribía febrilmente, como si anticipara que el tiempo se agotaba. La enfermedad, lejos de paralizarlo, agudizó su sensibilidad ante el dolor ajeno, convirtiéndolo en un profeta de la dignidad humana.
Martí no ignoraba su fragilidad, pero la trascendió con disciplina férrea. «Hacer es la mejor manera de decir», repetía, y así vivió: organizando, viajando y arengando a compatriotas desde Nueva York hasta República Dominicana. Incluso en días de postración, dictaba discursos o corregía proclamas. Su resiliencia no era ciega: era una elección consciente, arraigada en la convicción de que las naciones se forjan con sacrificios individuales. La independencia de Cuba, pensaba, valía más que su propia vida.
Ese compromiso lo llevó a morir en Dos Ríos. Aunque sus generales le aconsejaron evitar el combate directo —su físico no resistiría—, Martí cabalgó hacia el frente. Una bala española lo derribó, pero su caída fue un grito de victoria simbólica: el hombre que arrastraba décadas de dolencias había desafiado al imperio más poderoso de su tiempo. Su muerte, como su vida, fue un acto político: demostró que la fuerza moral puede vencer a la decadencia corporal.
En la actualidad Martí sigue siendo un faro de resistencia. Sus enfermedades, lejos de ser un detalle anecdótico, enriquecen su legado: enseñan que las limitaciones físicas no anulan las convicciones. En un mundo que glorifica la fortaleza sin fisuras, su ejemplo recuerda que la verdadera grandeza reside en seguir adelante, incluso cuando el cuerpo pide rendirse. Como él mismo escribió: «La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida». Martí cumplió la suya, y en ese cumplir, venció a la muerte.
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