El sábado que el jonrón vistió de luto
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Llevábamos 11 meses casi exactos de graderíos vacíos, la parábola suprema de la pelota había dejado de estallar más allá de las cercas, extrañábamos en demasía el eco de gargantas rabiosas, y entonces a la pesadilla de la pandemia se le vino a sumar un guantazo del destino que le escamoteó al olimpo del bambinazo criollo el mejor de sus dioses.
Cheo, con tantos “dedboles” que te dio la vida y aún seguías dándole a la vida sueños, hubiera escrito el poeta aquella tarde sabatina cuando tu corazón de artillero mayor hizo el peor swing de la historia.
Qué, si no sueños, son los recuerdos que nos dejaste en herencia a quienes destrozamos las cuerdas vocales una noche de abril, cuando en el Latinoamericano le enderezaste una ¿slider? a Rogelio, que sonó de la punta al cabo como mazazo de juez al dictar sentencia.
Qué, si no sueño amargo, otros le dicen pesadilla, aquel verano perverso cuando le hicieron un número 8 al 6 que no te cabía en las espaldas.
Otros hasta casi duplicaron luego tus vueltas al cuadro, pero la leyenda escribió tu nombre como primer sinónimo del gol de la pelota nacional.
Y si hacía falta una evocación para completar, tu tarja en el Salón de Fama, bastaban las cuatro palabras abracadabra con que el Genio Bobby te abría camino entre el on-deck y el pentágono. “Pase usted señor Jonrón”.
También resultabas casi sinónimo de silencio cuando eras el protagonista de un escenario llamado diamante. El que mejor ha hincado un par de spikes en el lado derecho del plato. El que hacía de pecho y güevos un muro de hormigón en la esquina de la candela y luego ponía la píldora de strike en el mascotín de tu compinche Antonio El Gigante, el lado zurdo de la yunta temible del aluminio en una época cuando el pantalón del uniforme aún dejaba las medias a la vista y los chéveres del juego se gastaban unas patillas casi a lo Elvis.
No tengo una foto contigo, como tampoco una pelota autografiada. Me bastó con los saludos que tu mano de bate legendario acuñó en la mía de tecla ordinaria.
Creo que te conocí antes que la Fama te conociera. Cuando una Escuela al Campo rara juntó a adolescentes de tres secundarias a recoger café en un valle liliputiense del Escambray.
Aunque mi convencimiento raya en la certeza, la próxima vez que te viera me había jurado iba a confirmar el dato. Solo importante para la biografía de mis pequeños detalles.
Lástima que no me diste tiempo, Cheo.
Como si no fuera suficiente que al jonrón le robaran el eco y a las gargantas la rabia buena.
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