El estigma de los apellidos
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Cuando recuenta sus 84 años Conchita muy bien puede arribar a una conclusión, el verbo enseñar es el que mejor conjuga su existencia. Tanto ha enseñado esta pedagoga por vocación que terminó enseñándose a sí misma a convivir con el dolor provocado por el estigma de sus dos apellidos.
Aún vive en la misma aireada casa en altos de la calle San Carlos a la que se mudaron sus padres cuando ella, la menor y única mujercita de la prole, apenas tenía tres años de edad. Y donde, desde hace cuatro meses, aprende a sobrevivir a Joel, el soldado rebelde de la Columna Uno. El compañero de toda su vida madura.
Su madre, Dolores, que acabaría por hacerle un monumento de lágrimas y silencios a su nombre de pila, le inculcó la pasión por la pedagogía cuando le propuso matricular en la recién creada Escuela Normal para Maestros de Kindergarten, en Prado llegando a Santa Cruz por la senda oriental.
Antes del matrimonio “Lolita” había sido la primera mujer que trabajó en las oficinas cienfuegueras de la llamada Compañía Cubana de Electricidad. Apremiada por la temprana muerte de su padre, Clemente, víctima mortal en la Calzada de Dolores de las balas de la política en el polvorín que era el Cienfuegos del machadato.
El camino a la Normal se lo abrió el diploma de bachiller otorgado por las Dominicas Americanas, una escuela para bolsillos bien dotados a la cual pudo acceder sin costo, pues su padre, Luis, dueño de la librería El Renacimiento (De Clouet entre San Carlos y Santa Cruz), tenía entre sus mejores clientes a las monjas que regían el plantel. A quienes, además, les llevaba las estadísticas contables.
A la casa habanera de la tía Margot llegó la recién graduada normalista y en una escuelita de la Iglesia Católica, en San Lázaro cerca del Malecón, tuvo su bautizo profesional durante el curso 1958-59. Con el parteaguas de la historia nacional escribiendo sus primeras páginas, regresó a Cienfuegos. Sin saber muy bien a qué.
En 1960 cuando Fidel crea las diez mil aulas accede a una, si así se le pudiera llamar a la mitad de la caballeriza del latifundista espirituano Carbonell que debió compartir con los corceles, en la hacienda Casa de Tabla, allá por el lomerío escambradeño de Limones Cantero, más arriba de El Condado, en Trinidad de Cuba. ‘Realmente, no tengo donde poner su aula’, cortó por lo sano el terrateniente casi a modo de saludo.
“Mi madre no quería que fuera, era su niña mimada. Allí comencé a tomar mis propias decisiones. Era una casa lindísima de mampostería con muchísimos cuartos. Al menos accedió a que compartiera la vivienda con el mayoral, su esposa y una niñita, pues él solo venía de Pascua a San Juan, supongo que a recoger sus ganancias. Los demás eran bohíos”.
Con unos banquitos hechos en el lugar y una pizarra que se consiguió en la villa trinitaria, Conchita comenzó a enseñar las primeras letras y los números iniciales a unos 15 niños y adolescentes, que habían vivido en la oscurana del conocimiento.
El año 1961 trajo consigo la Campaña de Alfabetización y la joven maestra cienfueguera debió simultanear su trabajo docente en el espacio ganado a los caballos de Carbonell con la atención a un grupo de brigadistas Conrado Benítez (niños de 11, 12 y 13 años) y Patria o Muerte (obreros de las ciudades) ubicados en la zona.
“Yo enseñé, pero aprendí más de lo que enseñé”, resume aquella experiencia única marcada por el peligro propio der una zona de guerra. “Maestra, usted es la próxima”, decía la nota nocturna y mal caligrafiada que amanecía en la pizarra escolar. Los caballos del fondo tendrían que haber sido unos fenómenos de la naturaleza para poder garabatear la intimidación, supone el cosechero de historias.
El viernes 24 de noviembre, a bordo de un jeep militar en camino a Trinidad para venir a Cienfuegos, Conchita encontró al borde la de la carretera y le dio botella a Manolito, que era el más veterano de sus alfabetizadores Conrado Benítez. Al muchacho le dolía la garganta e iba en busca de atención médica hasta Condado.
A las cinco de la mañana del lunes cuando arribó Trinidad para estar en el aula a las ocho en punto, el rumor popular ya hablaba de un crimen atroz cometido en las entrañas de la serranía y la nación.
Su condición de maestra le abrió paso entre “el hervidero de milicianos” y cuando llegó a Limones Cantero, en la valla de gallos tenían tendidos sobre una improvisada y tosca tarima los cuerpos del campesino Pedro Lantigua y el adolescente habanero Manuel Ascunce Domenech, a quien sus verdugos no le dieron tiempo ni para curar la faringitis. Mucho menos a cumplir sus 17.
El 22 de diciembre Conchita estaría en la Plaza de la Revolución para celebrar la victoria de los lápices, las cartillas y la luz de los faroles chinos transformada en luminaria de la vida.
Pasaron justo 14 años, nueve meses y 23 días y ella estaría de nuevo en medio de la gran explanada de la historia. La ya curtida funcionaria del magisterio pasaba un curso en Ciudad Libertad, cuando en la mañana del 15 de octubre de 1976 como parte del millón de almas que llorabas lágrimas viriles asistió a la despedida de duelo de sus compatriotas masacrados dentro de un ataúd volador, la nave CU-T1201 de Cubana de Aviación despedazada en el aire por dos dentelladas de buitre salvaje, nueve mañanas antes, poco después de despegar del aeropuerto Grantley Adams, de Bridgetown, Barbados.
Y allí María Concepción, la única hija hembra del locuaz librero Luis Posada y la tierna costurera y fértil conversadora Dolores Carriles, pidió el clásico “tierra, trágame”. “Me pareció que los miles de personas presentes en la Plaza sabían quién era yo”.
La madre no volvió a poner un pie en la calle y mucho menos en la peluquería donde trabajaba quien mejor le recortaba el cabello, Aida Domínguez, la progenitora de Eusebio Sánchez, el sobrecargo del vuelo CU-455 que nunca llegó al cumpleaños que le preparaba la familia para el día siguiente al del crimen.
Y Luis se negó a sí mismo el don de la palabra, y los días se le hicieron eternos en el balcón de la casa, como si buscara una respuesta imposible.
Conchita nunca pudo explicarse como de los dolores del mismo vientre de Dolores, además de ella misma, Raúl y Roberto, naciera un vil al que, primogénito al fin, el dueño de El Renacimiento premió con su propio nombre monosílabo.
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Crónica muy linda y merecida. Conchita es una pedagoga desde el alma y la profesión. Sabemos cuánto dolor ha padecido por las macrabas acciones de su hermano. Pero la historia no se puede cambiar. Ella es un molde ejemplar, digna de sus padres, a quien aprendí a querer y respetar por su excelente trabajo y dulzura con todos desde los tiempos del ISE, devenido IPE, con su tarea titánica de la formación de profesores para secundaria básica. Mi título como profesora de Español lleva su bella firma. ¡Salud y bendiciones para Conchita!
Merecida crónica para esa pedagoga permanente. Tengo el honor de ser su amiga desde que fuimos compañeros de trabajo desde 1982, en el IPE Provincial. Excelente persona y una persona que nos enseñó mucho en la dirección educacional. Le deseo una larga vida a Conchita para que siga transmitiendo su sabiduría a las nuevas generaciones de docentes. Un abrazo grande para mí amiga