Cuando el cine y la poesía se confunden
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Rantés es el protagonista de un filme que Eliseo Subiela estrenara, será mejor decir entregara, al mundo en 1986; las puertas, espacios abiertos o cerrados, en muchas ocasiones bajo el cielo, que nos permiten entrara la poesía, la verdad y la mentira, la vida y la muerte, salir de estas dimensiones o negarnos su accesibilidad a las mismas.
Frente a Rantés vive en la otra puerta, (Letras cubanas, colección Pinos Nuevos, 1996) poemario que José Manuel Espino escribiera en diálogo con Hombre mirando al sudeste, como si habitara el celuloide, lo correcto es afirmar que el poeta se apropia de la famosa película del director argentino y de su protagonista para soñarse poema y escribir como si el corazón, en la mano, eligiera las palabras, o dictara el camino sobre el papel; sin embargo, son Rantés y la cinta quienes se apropian del autor colombino, el también escritor para niños, decimista, narrador, dramaturgo, promotor cultural, y teórico de la literatura infantil, haciéndolo articular un poemario compuesto por 33 creaciones.
Al interior del libro, concebido como extensión de la película, y dividido en “Testimonios”, “Variaciones en la caja de música del triste”, y “Cuaderno de bitácora”, segmentos a los que haríamos bien en llamar escenas, el personaje central no es quien protagoniza la obra cinematográfica, sino el lirismo que brota de este, como sujeto raro o singular —fuera de la norma— que cuestiona el sentido común, y lo anula viviendo, amando, siendo él mismo sin que la mirada (escrutadora y regulada, crítica, o estandarizada) del resto impida el flujo incesante de su belleza interior que, no está de más decirlo, contrasta con el aspecto físico de Hugo Soto, el actor-personaje desaliñado, con propensión al abandono y al delirio. Son, sin dudas, características de la poesía y en muchas ocasiones, el enigma de la perfección, y lo sublime en persona. Subiela supo impregnar la pantalla y el sustrato interior de la cinta con esas sustancias indelebles que son o se parecen a la poesía. Espino, haciendo uso de un claro y objetivo lenguaje, se dedica a trasladar o traducir la pasión y la ternura contaminadas, existencialistas y contraculturales de un sujeto inadaptado al que su amor por la humanidad, resumido en el otro, sana o cura, a diario, de la razón ordinaria, obligándolo a zafarse de la cadena lógica que nos hace predecibles, repitiéndonos como productos de una fábrica de basura o desechos.
En detallado ejercicio de escritura, buscando claridad al fondo de las palabras, y música en la poesía, escudriñando el idioma español, gozando sus potencialidades mientras lo esclarece, José Manuel entrega poemas muy bien escritos, que en ningún momento se resienten o debilitan, donde el vínculo contenido-forma alcanza cotos de máxima expresividad y profunda resonancia. Son poemas hermosos que cantan a la rareza de la vida, de la existencia, eco o imitación de la película y de su héroe lunático, auténtico orate filosófico.
Espino encuentra razones suficientes para salir o escapar a su zona de confort, regalándose a sí mismo, antes que al lector, poemas que dentro de su producción literaria continúan siendo diferentes, y no encuentran semejanza con el resto, ni con lo que comúnmente escribe. Creo que en la idea de manifestarse para él, antes que para los demás, se encuentra una de las claves del libro, su centro. Espino se pensó Rantés y desde Colón, su municipio, barrio, calle y casa, devolvió lo que entre cine y poesía es más caritativo, misericordioso y sensible, sin dejar de ser peligroso, el espejo ubicuo, bifronte, que refleja su cara, hecha de los demás rostros de la sociedad, donde Rantés es flor, caballo, sombra, gota de agua, romerillo, sol y José Manuel Espino Ortega.
Rantés vive en la otra puerta quiere decir que el personaje de Subiela es vecino nuestro y Matanzas, Cuba, son o pueden ser Argentina, Buenos Aires, e incluso más, el set de una película; o que la ilusoria distancia entre ellos es idéntica al espacio que hay entre nuestros cuerpos y el de Rantés, el mismo que a la vez separa y une a José Manuel y a Hugo a través de la imaginación, el arte y la poesía.
El cuaderno, definitivamente, es la respuesta de los efectos poéticos —espiritualizantes— que en el espectador Espino produjo Hombre mirando al sudeste, y lo pusieron a escribir poemas que alcanzan su sentido mayor en la necesidad de igualarse a la rareza del personaje, imponiendo el delirio y las otras razones ante la cordura y la razón única que han empobrecido al mundo, deteniendo su expansión y cortándolo a la mitad, arruinando su infinitud para fragmentarlo en mil pedazos, como límite que estrecho se reduce hasta llegar a ser este planeta donde vivimos, sin dudas, una de las peores versiones de lo que pudo ser la Tierra, como espacio habitable.
Esta lectura del poemario, 28 años después de ser publicado, me ha hecho llegar a las siguientes conclusiones. Primero. El libro de Espino es un homenaje al arte (a la memoria del mundo, inscrita en la creación artística) como dispositivo que interactúa con la realidad y además de abrirla, la hace más humana. Segundo. El sitio adecuado, ideal, para leerlo es un cine, después de haber disfrutado Hombre mirando al sudeste, o mejor, mientras miramos a la pantalla y buscamos detenernos en las posibles relaciones entre las escenas y los poemas, sus similitudes. Espino ha escrito un libro (quizás sin saberlo o darse cuenta) que, entre muchas características, exige ser leído en el cine. Libro para la oscura butaca del cinematógrafo, hace del antiguo edificio al que íbamos a ver estrenos, biblioteca y casa. Tercero. Las puertas que aparecen en el título solo conducen a la poesía, a aquel brote espiritual que oculto arde, y único, se disemina en absolutos destellos creando, entre contenidos y formas, una grieta, finísima herida sonora, musical, a través de la cual late el alma de lo invisible.
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