Refugios iluminados

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A la luz de una “chismosa”, los años de mi infancia fueron menos oscuros. En aquellas noches sobrepintadas de negro, por los terribles apagones de la época, mi madre —como todas probablemente—, siempre halló la manera de iluminar nuestro hogar, aunque el sol se resistiera a salir, y la luna apenas lograse brillar en el cielo.

Cada día, después de batallar con las angustias de severas escaseces para intentar poner algo más que un plato vacío sobre la mesa, ella, mi abuela, mi hermano y yo robábamos horas a los cortes eléctricos que solían extenderse por casi una jornada, mientras jugábamos el dominó o las cartas elaborados por mamá con alguna cartulina y lápices de colores.

Reinaban las estaciones del Período Especial —¡vaya eufemismo para una realidad tan cruda!—, con sus aguaceros de carencias para alumbrarnos, alimentarnos y vestirnos; sin embargo, ella, precisada desde entonces a resistir, se inventó las vías para, en medio del crepúsculo más largo, encender en casa la bombilla del espíritu, en esos gratos momentos compartidos en familia.

Fue aquel nuestro refugio cuando faltó el jabón y se rompieron los zapatos, o cuando nos quedamos sin carbón para cocinar: tenernos moviendo las fichas de la vida bajo la pírrica claridad de una llama.

Hoy, al navegar por otra temporada “especial” —arrastrada por olas de ineficiencias, políticas inoportunas y los embates recrudecidos a grado extremo del bloqueo estadounidense—, muchos solo tienen la opción de ingeniar su propia madriguera, no para abstraerse de las privaciones, sino para encontrar fuerzas y retarlas.

Así, uno termina albergándose en las novelas de McCarthy o en la narrativa descarnada y erótica de Pedro Juan Gutiérrez. Apacigua los tormentos en la apreciación tranquila de los paisajes que nos regala el cienfueguero Tomás Sánchez, el retiro idealizado a donde quisiéramos ir. O, sencillamente, se aferra a los audífonos para dejar que la poesía musicalizada de Drexler, Serrano y X Alfonso penetre en las venas.

Esas cuevas, tan íntimas como nuestras necesidades y fortunas, nos salvan de estos tiempos donde la certeza se difumina en las palabras. A veces llegan a ser los estímulos que nos impelen a seguir el camino y trabajar, aunque el salario termine extinguiéndose, más rápido que cualquier día, en cinco libras de arroz y una jaba con viandas.

Digamos también que es la suerte de los “dichosos”. El señor que a plena mañana nos invita al dormitorio en la calle, la mujer que habla consigo en la parada de ómnibus o el vecino que, avergonzado de ser visto hurgando en la basura, alega que solo buscaba un libro, ¿acaso tienen refugios?, ¿dónde están sus luces?

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

2 Comentarios en “Refugios iluminados

  • el 2 noviembre, 2023 a las 1:28 pm
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    Por eso es que la lectura se ha vuelto (otro) refugio para mí. Al menos en las páginas podemos llegar hasta otras realidades, tal vez menos funestas o más que la nuestra, pero que en definitiva es algo nuevo que nos ayuda a salir de este bucle nefasto y fatigoso, fiel reflejo de la vida que llevan muchos cubanos.
    Gracias al colega por este bello trabajo de opinión.

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  • el 2 noviembre, 2023 a las 8:55 am
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    Que cosa tan bella, y a la vez tan triste… hoy cuando bien temprano me dirigía al trabajo con mi esposo, le hice una observación sobre lo que se aborda al final del texto cuando miraba las aceras y las personas que caminaban por el Prado de Cienfuegos. Triste y muy fuerte, para los que ya vivieron aquella etapa y ahora están viviendo la Cuba de hoy.

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