Medalla de la Independencia: reconocimiento que debió ser para todos los veteranos y no lo fue

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El 24 de febrero de 1911,  la sociedad cubana se levantaba agasajada por una noticia que el Diario de la Marina, en su edición matutina, publicaba en su sexta página. Para muchos, la aprobación del Decreto No. 129 del ejecutivo de la República, José Miguel Gómez, no tomó a nadie por sorpresa, pues la creación de la Medalla de la Independencia, a 16 años de haberse producido el reinicio de las luchas por la independencia nacional, representaba una forma de reconocimiento a todas aquellas figuras que habían participado en la Guerra Necesaria, último enfrentamiento del pueblo cubano contra el régimen colonial español. De igual modo, la nueva condecoración servía para defender a la soldadesca del Ejército Libertador de la omisión simbólica perpetrada por los primeros gobiernos republicanos.

Para nadie es un secreto, que tras el inicio de la primera ocupación militar norteamerica la situación de los insurrectos en las afueras de las ciudades era deplorable y en extremo compleja, ya que la administración interventora no les permitió la entrada a los principales centros urbanos a fin de evitar represalias contra los voluntarios y militares ibéricos que aún residían en estos lugares. En buena medida, el pretexto sirvió para acentuar en grado superlativo la cotidianidad de los mambises cubanos y con ello obligar a la disolución del ya mencionado Ejército Libertador, hecho que se consumó en la primera mitad de 1899. Dicho acontecimiento, unido a la desaparición del Partido Revolucionario Cubano (PRC) y la Cámara de Representantes del Cerro de la República en Armas, significó la ausencia de los órganos representativos de los nacidos en la mayor de Las Antillas.

En otro orden, cabe destacar, que el fin de estas instituciones generó una problemática que se extendería hasta bien entrada la década del 20 del pasado siglo: la falta de atención de los gobiernos republicanos hacia sus paladines independentistas. Ni el donativo ofrecido por los Estados Unidos, ni el empréstito de solicitado más tarde por Tomás Estrada Palma en su primera magistratura y las irregularidades en su uso pudieron mitigar las pésimas condiciones de vida de estos hombres. Es por ello, que, con el paso de los años, esas carencias materiales transmutaron hacia un estado de desilusión y abandono que se mantuvo vigente hasta los inicios de la segunda mitad del siglo XX.

Pese a ello, instituciones como la Asociación Nacional de Veteranos de la Independencia de Cuba y la Asociación Nacional de Emigrados Revolucionarios Cubanos constituyeron espacios para la representación y la salvaguarda de los derechos de este grupo social; sin embargo, como ocurrió en la beligerancia, la regencia de estas agrupaciones recayó en las llamadas “élites de generales y doctores”, mientras que la gran masa castrense de la última etapa de lucha acentuaba aún más su desilusión moral. Sobre este generalizado estado de ánimo, resulta válido señalar que la creación de la Medalla de la Independencia vino, en buena medida, a contrarrestar un poco la decepción reinante entre los veteranos de la Isla.

Las disposiciones legales establecidas para gozar de los beneficios del galardón orbitaban sobre el requerimiento indispensable de haber militado en las filas del Ejército Libertador entre el 24 de febrero de 1895 y el 24 de agosto de 1898, fecha última en que dejaron de percibirse los haberes dentro de la estructura militar. Asimismo, establecía la entrega de un certificado –único reconocimiento libre de pago– que estaba refrendado no solo por el presidente de Cuba, sino por el Secretario de Gobernación. En tanto, el certificado como la medalla, no implicaron ningún privilegio dentro de la sociedad cubana ni prerrogativas de procedencia.

Por su parte, la medalla, en su anverso, figuraba un busto de la libertad con el lema: “La Patria á sus Libertadores”; mientras, su reverso, estaba simbolizado por el escudo de la Isla con la leyenda: “Guerra de Independencia 1895-1898”; además, de una alegoría a la bandera cubana que conformaba el listón de la misma y que terminaba en una barra en forma de hojas de laurel. Asimismo, estaba constituida por tres clases: de oro, para los generales y jefes; de plata, para los oficiales; y de bronce, para las clases y tropas. Con el paso de los años, las normativas se fueron modificando mediante nuevas leyes, como la puesta en vigor en el Decreto No. 502, de 1913, que hizo el uso extensivo de la distinción a los civiles que habían participado en la conflagración durante el período antes citado; y el Decreto-Ley No. 30, diciembre de 1979 –ya en la etapa revolucionaria–, el cual ratificó su vigencia y, en consecuencia, las normas constitutivas pese a que fue cayendo en desuso como resultado de la desaparición física de los posibles merecedores.

Si bien la Medalla de la Independencia se convirtió en un estímulo al sacrificio de tantos y tantos hombres que lo ofrendaron todo por la emancipación nacional; al mismo tiempo, originó una compleja disyuntiva dentro de la sociedad y, en especial, entre los veteranos. La medalla dejaba sin el merecido reconocimiento a los insurrectos de la Guerra Grande y la Guerra Chiquita, como también, a los emigrados cubanos que apoyaron enormemente al proceso independentista cubano desde su momento inicial. Sobre esta situación existen múltiples elementos que pudieron ser tomados en cuenta por el gobierno de José Miguel Gómez para no reconocer a estos hombres.

Sin ser un experto en esta materia, amén de que no se ha profundizado lo suficiente historiográficamente hablando sobre la temática, la errónea creencia de que los veteranos del 68 formaron parte de un ejército que no salió victorioso en su lucha contra el colonialismo español o que para la fecha de la aprobación de la medalla quedaban vivos un reducido número de participantes de esta primera justa bélica; están entre los principales elementos que desestimaron el otorgamiento del aludido galardón. Sin embargo, en mi humilde opinión como historiador, tantos méritos tuvieron los unos como los otros, porque los primeros allanaron el camino por el cual transitaron después los mambises del 95 para el logro de la independencia nacional. Por otro lado, es injusto también dejar de reconocer a los emigrados, sin importar el lugar donde residieron, pues, en su gran mayoría, estos lo ofrendaron todo para la conformación de una república libre e independiente.

En la elaboración de esta crónica periodística he encontrado diversas muestras de rechazo a estas disposiciones por parte de los veteranos del 68 y los emigrados cubanos, pues estos consideraron mancillados sus esfuerzos prestados a la causa independentista y, en buena medida, olvidados por sus antiguos jefes militares que, durante los avatares de la guerra, comieron de la misma comida y lucharon mano a mano sin distinguir en grados militares. Pero sin lugar a dudas, una de esas muestras que más impactó fue del otrora comandante del Ejército Libertador de la Guerra Grande y fundador del PRC, Gerardo A. Castellanos Lleonart, cuando, el 31 de diciembre del propio año de 1911, le escribiera al presidente José Miguel Gómez una misiva respecto al asunto en cuestión:

Y sí la obra [Independencia de Cuba] fue levantada por los veteranos del 68 y del 95 y por aquellos conspiradores cubanos que expusieron sus vidas en arriesgadas comisiones y dieron dinero hasta el último instante para mandar auxilios a los campos de batalla; no parece equitativo que ahora (…) se recompense solamente a los paladines del 95 con una honrosa medalla, recuerdo de sus hazañas, y, sin embargo, queden completamente descartados los buenos del 68 que siguieron siendo buenos hasta que Cuba fue libre (…)

Tal parece que con ese distintivo se ha querido decir que solo fueron útiles y necesarios los revolucionarios del 95 y que los demás (…) que cooperamos (…) no merecemos siquiera recompensas morales de la patria redimida”.[1]

Sí miramos muy en el fondo de este sentir, Castellanos Lleonart simbolizó la vergüenza de un cubano bueno que nunca aspiró a más reconocimiento que la evocación de sus días de gloria y que tuvo la desgracia de poseer una dualidad nefasta y cruel para usar aquella medalla: ser veterano un veterano del 68 y ser un emigrado durante la Guerra Necesaria. Pero, el también conocido como el Cónsul Mambí no fue el único en acoger esta dualidad que le impidió ostentar en su pecho aquel emblema de amor incondicional por la patria, también fueron imposibilitados los coroneles Fernando Figueredo Socarrás y Francisco Arredondo Miranda; y el capitán Néstor L. Carbonell, por solo mencionar a algunos. Si bien esta situación se suavizó un poco con la puesta en vigor de la Ley de Pensionados para los Veteranos, en 1918, el mal ya estaba hecho y muchos tuvieron que vivir el resto de sus vidas en el perenne olvido dentro de una sociedad que poco hizo por salvaguardar la memoria de estos hombres que no fueron trompeteados por los heraldos de Marte.

La temática abordada, ha calado hondamente en mí, no solo por ser apasionado estudioso de la vida de Gerardo A. Castellanos Lleonart, sino porque hace unos días pude ver en el semblante de mi tío abuelo, fundador de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) en la localidad donde resido y participante en la Lucha Contra Bandidos, como su participación en un emotivo conversatorio con jóvenes sobre su trayectoria rejuveneció, en cierto modo, sus más de siete décadas de existencia. No fue mi tío abuelo el que más tiro tiró ni nada por el estilo en el Escambray, pero el teniente Lázaro Raimundo fue parte de un proceso histórico y merece ser reconocido para no quede en el olvido su sonrisa, aquella con la que me recibió esa tarde para contarme del pequeño homenaje que le hicieron.

En la actualidad existen muchas medallas, pero existen muchos más héroes anónimos que se merecen un poco más de atención; atención, que también requieren aquellos espacios de cultos y de reverencia como las estatuas de nuestros paladines libertarios y los panteones donde descansan los restos de esos veteranos que nunca recibieron una medalla pero que, tal vez, las flores que depositemos en sus sepulcros se conviertan en los galardones de los cuales fueron privados en sus vidas. La muerte de un hombre, en realidad, no es mucho ni poco sensible, a no ser por el recuerdo amado de sus virtudes y hombría que para bien deja entre los suyos con su eterna ausencia.


[1]Carta de Gerardo A. Castellanos Lleonart al presidente de la República de Cuba, José Miguel Gómez (31 de diciembre de 1911). En: Fondo: Siglo XIX. Caja 11, No. 1, año 1911. OAHCE. La Habana.

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Dariel Alba Bermúdez

Profesor e investigador de la Universidad de Cienfuegos ¨Carlos Rafael Rodríguez¨. Miembro de la Unión de Historiadores de Cuba (UNHIC)

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