Ligeras variaciones de un mismo día

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“En la vida vas más lento de cero a quince que de quince a treinta”. Así nos dijo aquel metodólogo de Educación, parte de esas famosas visitas de las cuales escuchas -y en ocasiones logras ver- a lo largo de la etapa escolar.

Dicha frase servía de colofón a un discurso sobre la importancia de aprovechar el período tan libre de responsabilidades que atravesábamos.

El hombre hablaba desde la experiencia; sus palabras eran genuinas, sinceras, desprovistas de lugares comunes. Tenían el propósito de remover nuestras conciencias y alertarnos acerca de la necesidad de emplear bien el tiempo. Pero nosotros, ignorantes alumnos de noveno grado, no le prestamos atención. Al menos ese fue el caso de quien escribe.

Mi madre, unos años atrás, en casa de mis abuelos paternos, intentó transmitirme la misma idea. Tampoco entendí entonces nada de cuánto quería expresar.

Hoy finalmente lo hago. Comparto la tristeza que los sobrecogía a ellos, provocada por recordar el pasado y preguntarte en qué momento pasó una década desde aquel instante en un aula a la que ya no pertenezco, en qué momento pasó incluso más desde aquella conversación en un lugar con el cual ya no guardo relación, donde vivían unos seres queridos que ya no están.

“En la vida vas más lento de cero a quince que de quince a treinta”, le diría a un adolescente. Trataría de convencerlo acerca de cuán cierto es. Mas, y he aquí la gran ironía, causante del infinito ciclo de lamentaciones: a esas edades no comprendes el mensaje de alguien mayor.

Piensas que la vida se mantendrá siempre igual, hasta que el fugaz ritmo de los acontecimientos te sitúa sin previo aviso en la adultez, con todo cuanto implica, y deseando volver atrás, a una época más sencilla, donde las cosas no sucedían a la velocidad de la luz.

La clave del problema quizás radica en que, una existencia normal, a partir del punto cuando comienzas a crecer, se transforma en un tipo de bucle, también conocido como rutina. Esto trae consigo (aún la ciencia desconoce los motivos), la transformación de las décadas en años, de los años en meses, de los meses en semanas… Lleva a los seres humanos a arduos ejercicios mentales en pos de encontrar las ligeras diferencias entre sus días. Unas diferencias tenues, apenas perceptibles, si es que a la ropa usada, los pasos dados, o las conversaciones intrascendentes mantenidas, se les pueden llamar así.

De mil formas distintas intenta la especie impedirlo, movida por el deseo de aprovechar su sola oportunidad en el mundo. Embriagarse -siguiendo los consejos de Baudelaire-, y abrazar los principios de alguna fe representan dos de los remedios más populares.

Sin embargo, todavía no hay cura capaz de hacerle frente a la fugaz circunstancia en la cual, bajo el influjo de una gran canción, crees en la realización de todos tus sueños. Y una vez pasado el efecto, la realidad, regodeándose, te informa que arribarás al término del monótono segmento vital asignado sin cumplir la gran mayoría. En esa situación se envidia especialmente a los individuos que ni se enteran de su estancia en la Tierra. “¡Sean bendecidos quienes no se deprimen al ver cómo se nos fue enero, cómo se nos va febrero!”, exclamas al borde del llanto.

Y bendecido soy yo de albergar semejantes preocupaciones, insignificantes en comparación con las de tantos en el planeta. Ahora podrán parecerme trascendentales, pero estoy seguro de que desearé tenerlas cuando llegue a los treinta, mucho más cuando llegue a los cuarenta, y añoraré fervientemente regresar a ellas cuando sea un pobre viejo al que su chequera no le alcance para nada; o uno al cual el temor de que entren a robarle le impida dormir; u otro encamado sin posibilidad de mejora, y cuya situación produce los peores pensamientos en sus familiares.

“En la vida vas más lento de cero a quince que de quince a treinta”. Durante los seis años venideros terminaré de comprobar la exactitud detrás de dicho pensamiento. Intentaré estirarlos al máximo; pero algo me dice que la próxima vez que abra los ojos ya habrán terminado.

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