Federico Fernández-Cavada y Houard: partenogénesis de un pintor

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La década de 1860 asoma con un nuevo espíritu cultural; acaso conectado a los cambios que acontecen en la fisonomía de la ciudad: extensiones y mejoras de edificios públicos, como la Casa Consistorial, el Cementerio de Reina, la Plaza de Armas, la cárcel, los muelles… la iluminación de sus calles con gas, el progreso de las vías de transporte, las alamedas, hospitales, mercados… Se emplaza un nuevo modo de ver la existencia gracias a una economía en ascenso, capaz de responder con sus productos a las exigencias internacionales; esencialmente, en los ramos azucareros, agropecuarios y ganaderos.

Se profundiza el clamor por instituciones que conduzcan el ocio y la formación artística de los ciudadanos: teatros, salones de baile, recintos expositivos y de servicios, sitios para los encuentros literarios… En este contexto de mutaciones y un ferviente patriotismo emerge nuestro primer pintor internacional: Federico Fernández-Cavada.

Federico Eduardo Isidoro Fernández-Cavada y Houard nace el 8 de julio de 1831, en Cienfuegos. Hijo de Emilie Leonor Houard y Gatier Margilly y Bailly, natural de Filadelfia (Pensilvania) y sucesora de emigrados galos, e Isidoro Fernández-Cavada Díaz de la Campa y García de la Bárcena, nacido en el lugar montañés de Mata y legatario de la Casa progenitora de los Condes de las Bárcenas, una aristocrática familia del valle de Buelna en Santander (Hoy Cantabria). Es el segundo de los tres hermanos; el primogénito fue Emilio (Cienfuegos, 25 de octubre de 1830-1914) y el menor Adolfo (Cienfuegos, 1833-Ciénaga de Zapata, 1870).

Doña Emilie es quien les instruye en las primeras letras y procura un estímulo para la vida profesional. Federico Fernández-Cavada y París, sobrino nieto suyo, afirma que el tenaz carácter de la madre, “nacida en Filadelfia y criada en medio de los avatares por los que pasó la colonia francesa establecida temporalmente en aquel recto ambiente anglosajón, contribuyó en mucho a moldear la vida futura de esos niños”.

En 1836 se incorpora al colegio privado del bachiller Carlos Ricardo Carbonell, revelándose como discípulo aventajado. Dos años después que Doña Emilie enviuda (el 5 de mayo de 1838 muere su primer esposo, a los 36 años de edad) contrae matrimonio con el hacendado esclavista Marcos Gil y se instalan en Cumanayagua. En la finca del padrastro experimenta el amor a la naturaleza, el paisaje, y se opone al trato negrero. Esta es una etapa esencial en la formación de una sensibilidad abierta a la poesía, la historia nacional, los objetos de arte, la fotografía, las ciencias, et., donde converge el incipiente amor hacia la tierra natal, que hubo de aprehender con sus primeros pedagogos. Lastimosamente muere el padrastro y la matrona decide ofrecer mayores oportunidades a sus hijos, tomando la herencia y trasladándose a su ciudad natal. La suerte le acompaña y pronto se une en matrimonio con el gerente de banco Sam Dutton (1814-1889).

La familia Fernández-Cavada se instala en una vivienda céntrica de Filadelfia, en la calle Spruce No 222. Adolfo y Federico ingresan y cursan estudios en la Central High School, una de las entidades más prestigiadas de la época. En sus aulas afianzan el inglés y aquella sensibilidad por el dibujo. En casa son frecuentes las reuniones y veladas literarias, con música, poesía y charlas sobre las bellas artes en general. En la etapa de la adolescencia Federico se inclina por la escritura de poemas, en los que muestra sus nostalgias por Cuba. Hacia 1847 publica algunos de ellos en el Evening Bulletin of Philadelphia. Con dieciséis años devela una férrea conciencia de que el régimen colonialista solo puede ser extinguido con las armas y las voluntades patrióticas. En uno de esos textos expresa: “Dile a tus hijos ¡Patria adorada!/que será libre solo con la espada!”.

Emilie insiste que debe titularse en la universidad de alguna profesión fructuosa y, tratando de unir esta exigencia con sus agrados, escoge la carrera de ingeniería en Wilmington y gradúa a última hora en Filadelfia (1860). Con este título consigue un puesto en la Empresa de Ferrocarriles de aquella ciudad. Debido a su naturaleza enfermiza, su madre y varios amigos le aconsejan enrolarse en la expedición orquestada para echar a andar el ferrocarril en el Istmo de Panamá; pensando que el clima del trópico pudiera mejorar su estado de salud.

Se incorpora a este proyecto bajo las órdenes del ingeniero militar Trautwein. Empero, su condición se quiebra por una malaria y es regresado a EUA para el recobro (aunque rebasa la fiebre, fortifica una secuela de asma bronquial). Durante varios meses en casa ocupa sus ratos de ocio pintando y dibujando, escribiendo y leyendo con mayor énfasis. Entonces concibe varios retratos (de Adolfo y Emilio), un autorretrato y algunas marinas. En estas obras se estiman los influjos de la Escuela de Hudson, tan apasionada al trazo suave, uso de los rosas y tintes azules, al aspecto opalino que emana de la atmósfera, y escenario nativo, conectada con las labores de los paisajistas Thomas Cole (1801-1848), Asher B. Durand (1796-1886) y Frederick E. Church (1826-1900), gestores de una pintura nacionalista que expresa los temas vitales de la época.

Los artistas estaban influidos por intelectuales como Edgar Allan Poe, Henry David Thoreau, o Ralph Waldo Emerson, quienes exaltaban los valores de la naturaleza no alterada por el hombre. Los dos últimos escritores mencionados, proclamaron también la necesidad de una independencia cultural de Estados Unidos respecto de Europa. En general, estos artistas creían que la naturaleza americana era una manifestación palpable de Dios, aunque la profundidad de sus convicciones religiosa variaba entre ellos. Ciertamente, es una tendencia asida al romanticismo y centrada en las zonas del Valle del Río Hudson, corriente ubicada entre las fronteras de New York y New Jersey, cuyo nacimiento acontece en el Lago Tear of the Clouds (Lágrima de las nubes), y las montañosas de New Hampshire (Nueva Inglaterra), Catskill (Condado de Greene) y Adirondack (Noroeste del Estado de Nueva York); tan obcecada con aquella geogenia que reduce la figura humana a dimensiones intrascendentes.

Como aquellos, Fernández-Cavada se deja atrapar por el espectáculo de la naturaleza agreste y cierta porción de orgullo patriótico; enfocando el regreso al escenario nativo: una Cuba que tiene cercana, aunque más afectiva que física, a la que visita con alguna frecuencia para beber de sus ardores y de la que, paradójicamente, debido al legado pictórico europeo, se distancia. Pudiera afirmarse que el contenido le aproxima a lo nacional, mientras que el discurso le arrima a los entibos europeizantes. Entre esos palmarios forasteros en su propia tierra mantiene lazos con Cole, que alcanza notoriedad por sus vistas  de  estirpe  alegórica  y pasional, quien le influyera en el orden compositivo, con sus “líneas verticales que describen cascadas combinadas con las horizontales de los distintos accidentes geográficos, a las que Federico, de manera sutil, añade las curvas de un arco iris”; con Church, que comparte su entusiasmo por la topografía, la geología y el singular uso del color, provisto de una gran luminosidad; y Durand, el más vehemente por el estado salvaje del espacio natural e imbuido por la delicadeza de las gamas rosadas, azulosas y ambarinas. De manera que el sureño concibe un tipo de paisaje en el cual confluyen las múltiples aristas de su personalidad y ese ímpetu racional por los montes, riachuelos y las palmeras.

Los paisajes que conserva el Museo Nacional de Bellas Artes, realizados entre 1864 y 1865, develan estas marcas y, por secuela, el distanciamiento que existe del fenotipo insular, aún cuando se trate de serranías del sur de la provincia de Las Villas. Paisaje cubano (1964) explicita esta concepción pictórica, centrado en el movimiento ondulante de la palma real, icono que asume como un símbolo de la cubanidad, aunque domeñado por una vegetación enrarecida y atmósfera sin distingos nacionales. Igual sucede con su paisaje Río San Juan (1865), que vuelve al reservorio trinitario, desatendiendo la presencia humana (o mejor, reduciéndola), en pos de jerarquizar el grandioso paisaje, con el que alcanza un hermoso equilibrio compositivo entre las figuras dinámicas y estáticas, los contrapunteos dimensionales y la perspectiva. En algo Cavada nos recuerda al futuro Carlos Enrique, con su movimiento incesante, que elucubra cierta femineidad y la impresión de que las formas terminarán por desvanecerse.

Ambas obras, al igual que el Paisaje cubano con Montaña y otras tantas, tienen en común la posesión de un riachuelo como eje topicular; asimismo, la presencia de fajas criollas de abrupta orografía. Según Gómez las montañas de la zona central de la isla son acomodos locales de las grandes sierras estadounidenses. Una aseveración resbaladiza, pues los rasgos naturales son desiguales, acaso lacerados por una luz que no es pertinentemente cubana.

Una vez repuesto, Federico regresa a sus faenas; alcanzando gran éxito como director de obras. Los lienzos despiertan el interés de sus amigos, que le convidan a mejorar la técnica y dar cauce a aquella creatividad. Piensa en retirarse a Europa, a París, la capital del arte, la cuna de los bohemios. El viaje estaba listo para efectuarse; empero, los acontecimientos entre los estados del Norte y del Sur tuercen el hado de su vida artística.

Emilie Houard y Gatier, madre del artista

Isidoro Fernández-Cavada, padre del pintor.

La casa de los Fernández-Cavada en Filadelfia.

Paisaje cubano con montaña (1864). Museo Nacional de Bellas Artes.

Paisaje cubano (1865). Museo Nacional de Bellas Artes.

 

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Jorge Luis Urra Maqueira

Crítico de arte. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

Un Comentario en “Federico Fernández-Cavada y Houard: partenogénesis de un pintor

  • el 15 junio, 2023 a las 4:16 pm
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    Buenas tardes una duda el apellido es HOUARD o HOWARD

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