Escribir el silencio

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La Fragmentada memoria (Letras Cubanas, 2016) es el último libro que la poeta, narradora y editora Yanira Marimón (Matanzas, 1971), entregó a sus lectores cubanos, antes de emigrar o fijar residencia en Islas Canarias. Esta antología ha hecho que me pregunte, con insistencia, hasta dónde un libro de poemas, por simple que sea, no es al mismo tiempo antología, y hasta dónde una antología, por muy completa que sea, no es también un libro de poemas independientes.

El libro, en esencia, es una revisión crítica de su obra publicada hasta el momento, La sombra infinita de los vencidos, Ediciones Aldabón, 2005 y Contemplación versus acto, Ediciones Matanzas, 2009, además de incluir algunos poemas inéditos hasta la fecha. La autora entrega 100 páginas, con 64 poemas, organizados en tres partes: Ciclos, Caminando descalzos sobre cristales, y Pequeña eternidad.

En Ciclos aparece el organismo humano, su anatomía, conversando con nosotros. El cuerpo de la autora, atravesado por el curso de los días y las noches, incesante devenir, pregunta: Por qué justo ahora, que vamos dejando atrás el tiempo de ser jóvenes y bellos, encuentro tan hermosos los cuerpos de los muchachos en flor. Su carne transida por aquellos acontecimientos que conforman el pasado, inamovible, se desgarra frente al miedo cuando en el espejo, descubro un rostro extraño, que reconozco como mío. Sin embargo, lo que la poeta quiere decir es que su cuerpo no puede soportar la continua agresividad del Poder —de los Poderes— sus contradicciones al sortear ideologías e instaurar políticas desacertadas, nocivas, más que nada porque lo condenan a ser un doble falso de lo masculino, y con ello a repetir cada uno de los errores desde el principio. Su cuerpo reclama un nuevo mundo, el ayer cambiado, variable e inconstante; la realidad desfigurando lo real o dejándose transformar, modificándose:

Vamos a la cama creyendo que todo está bien, hacemos nuestra plegaria a Dios, con humildad pedimos por los nuestros: Dales salud, Dios mío, y una vida larga, que no conozca el hambre, la extrema soledad. Vamos a la cama y pensamos un poema, lo repetimos muchas veces en silencio, sin sospechar que al día siguiente, no recordaremos nada.

El hecho de entender el organismo humano como un saco o baúl dentro del cual debe caber la Historia completa, es un abuso que derrota al cuerpo por sobrepeso, y al de la autora, por frágil y femenino.

Ciclos revisa, desde la poesía, o el poema, algunas ideas fundamentales que, acera del cuerpo humano aun nos acompañan, y entrega diferentes visiones —desprejuiciadas, objetivas, flexibles— del mismo. El físico, y lo exterior, los gestos o las muecas de este grafican los dolores que la memoria esconde.

La Historia como fenómeno humano, desde el más simple acto hasta el más complejo, ese monstruo dentro del cual no podemos ser sino seres condenados al encadenamiento de los quehaceres impuestos al nacer, se apodera de Caminando descalzos sobre cristales. En este apartado, quizás por la relación que la autora es capaz de establecer entre La Historia y la Patria, nos entrega algunos poemas que se pueden considerar clásicos de la poesía cubana contemporánea. Entre ellos: “Los amigos de mi hijo han empezado a marcharse, los amigos de mi madre han empezado a morir”, es el ejemplo más adecuado, certero. La dolorosa coincidencia entre irse y morir, o lo que es igual: entre emigrar y desaparecer, como si el cuerpo fuera un objeto para las extinciones y la biografía individual una anécdota que se borra en el aire cuando cambiamos de sitio, hacen de ellos manifestaciones únicas dentro del panorama actual de la lírica insular. La poeta, concentrando el sentido de la fuga y la permanencia en el mismo sueño desarticulado, registra las punzadas de la Patria como un dolor o una enfermedad, en el costado de su cuerpo, mientras habla de la Historia en calidad de antídoto que puede curarla o gastar sus días. Ella funde Patria y cuerpo, con el que camina sobre cristales, en el mismo fenómeno, y a eso estamos obligados a llamarle Historia.

En Pequeña eternidad, última sección del libro, Yanira cierra el diálogo entre su cuerpo, la Historia y la Patria. Para ello busca encontrarse con su familia, herencia fija, ineluctable, sanguínea. Será un encuentro reconciliador, donde la memoria está obligada a ejercer función plena, en muchos casos, reconstruyendo lo que nunca existió, o desbaratando aquello que permanece, molestando. Es como si asistiéramos —en casa compartida y habitación única— a una despedida incesante entre personas del mismo árbol genealógico, o como si, al fin, el Apocalipsis estuviera al doblar la esquina, en la próxima página. En un poema como “Mi madre y yo”, la autora describe el avance de dos mujeres que se dirigen, sin que nadie ni nada pueda evitarlo, directamente hacia el vacío, mientras sostienen las paredes de una casa, el sueño, y le dan sustento a la orfandad. En el sonetoLa eternidad que habita en mi memoria, asegura:

Puedes llevarte, mi Dios, si te es preciso, esta piel, esta suerte que inventamos, mi verdad, el camino que dejamos. Pero no me quites la callada eternidad que habita en mi memoria.

En “Mi padre no venderá flores”, recuerda a su progenitor:

Ese hombre me recuerda a mi padre, quizás por la expresión de sus ojos, esa mirada febril y penetrante de los vencidos. Cuando me dieron la noticia de su muerte lejana, pensé en sus palabras, en su descomunal miedo. Mi padre no venderá flores. Me dije. Eso es algo al menos. Luego lloré.

Esta sección se parece al retrato de los más cercanos parientes, mirando, al unísono, la cámara que los fotografía. Se puede reconocer en los poemas la necesidad de la autora por dotar a sus mayores: padre, madre, abuelos, bisabuela, —a la envoltura de sus cuerpos, y sus fisonomías— de una forma o estatus definitivo, que la ayude a entender el presente, el camino (o los caminos) que debe continuar.

La obra de La Marimón se constituye en regresos; es un deseo de mirar hacia atrás y buscar, sin detenimiento, el ayer, queriendo recomponer lo perdido, restaurando. Su imagen, la de una mujer que guarda objetos rotos e intenta rehacerlos, acaba siendo la de un brazo que, solo y desprendido de los hombros, escribe, suspendido en lo alto. Sus dedos saben que el poema está escondido en el interior de las cosas y de allí, es imposible extraerlo. Ella cumple —muy bien, con creces— la función de imitarlos, reproduciendo la (dulce, extraña) música que son, encima de la hoja, en el papel, blanco. Así la desvela el reflejo de cada palabra en los sujetos, sobre las pieles, paredes, o pequeños muros que representan; las sombras líricas del pensamiento incrustándose en las superficies; el gesto de los versos en el ámbito de la realidad. Escribir, para la autora, es un intento fallido por reconstruir lo que está fragmentado y al alcance de sus manos no se deja agarrar o apresar, ni siquiera tocar, mucho menos acariciar. Sabemos, desde el principio, que lo resquebrajado es la memoria (solo encuentra a su paso bruma, separación y desfallecimientos). En el aire de cada poema aparece un fino intento por dotar a la escritura de las potestades que anuncien el fin de los acontecimientos, el momento en que expiran y la extinción, como proceso, se apodera de ellos para darles otra significación.

También se puede entender su obra como una estrategia para pensar la muerte y acomodarse en ella. La fragmentada memoria acaba siendo un recipiente abierto a la comunicación, a través del cual la autora expresa —o expulsa— el dolor de las pérdidas, diseñando el asentamiento que le permitirá razonar, o al menos detenerse, en la consumación o el acabamiento de sus pertenencias (sobre la Tierra).

Esta reunión de poemas se convierte en doble de su cuerpo, réplica o facsímil de su anatomía femenina, multiplicada en páginas, donde las cicatrices de la memoria y el tiempo marcan el estigma de una fatalidad que solo sirve para escribir, y no es —ni puede ser— cualquier escritura, sino la del silencio. La única palabra que la autora puede redactar, si la poesía se lo permite, es silencio. Son las pocas letras que, al reunirse para callar, le conceden oportunidades dejándose asir. El resto de los vocablos desaparece en las grietas de las evocaciones, en el pozo —ciego— de los recuerdos, en las roturas del pasado convirtiéndose en un ayer inaccesible.

Es curioso que el hecho de haber separado poemas de sus libros anteriores, ordenándolos de otra manera, acentúe las características principales de su poesía: sencillez, transparencia, necesidad de contar algo. Su voz, singular en el panorama literario de la poesía cubana escrita en la actualidad, se separa del murmullo atroz que encuentra en la oscuridad, o en el enredo del lenguaje su modo de expresión más genuino. En La Marimón lo auténtico es la fuerza con que el silencio le quita su lugar a las palabras, convirtiendo ese desplazamiento en poema.

Siempre ha llamado mi atención la importancia que la poeta otorga a lo que no habla, o no recurre a vocabulario alguno para expresar sus ideas. Se puede afirmar que La Marimón escribe silencios, o es una copista de los trazos que este impregna en sus recuerdos, una recolectora de historias truncas o quebradas, de pequeños holocaustos, armagedones invisibles, o derrumbes milenarios. Tal parece que la mudez es la máxima aspiración de su obra, y por momentos lo logra, asegurando que el acto de escribir poemas es algo absolutamente inútil, porque solo dentro del silencio se encuentra aquella poesía que la especie humana es incapaz de leer, al no poder descifrar las manifestaciones que, privadas, desprovistas de sonido, sin voz, emiten las más hermosas punzadas brotando, irreversibles, de las palabras ausentes y, con el mismo empuje o desafío, las redimen. Sin embargo, lo que me asombra en la antología, no es el silencio germinando a borbotones, sin fin, desde el interior de sus piezas, sino la cantidad de mudeces que la autora, reproduciéndolas, ha sido capaz de reunir, entre un poema y otro, para entregárnoslos, aunque pertenezcan a libros distintos.

Con estas 64 creaciones La Marimón registra su necesidad de anularse, y no reconocerse, queriendo desaparecer en el anonimato, permaneciendo en la muchedumbre como la más común de las personas, y es en ese riesgo de identidades que su poema se hace más fuerte. Solo puedo entender la obra que escribe como una concatenación de fulgores apagados buscando el silencio inaugural, el primero, aquel que dio origen a la palabra escrita. Leerla es leer lo que está a punto de morir y es mudo.

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