El rasguño político
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Daño colateral, expresión que designa los perjuicios, deterioros o menoscabos no intencionados u ocasionales, producto de una operación militar, y muy de uso en estos días, debido a la constante proliferación de acciones bélicas que afectan a personas inocentes, a terceros no implicados, le sirve a la poeta Damaris Calderón (La Habana, Cuba, 1967) para articular un contundente poemario, profundo en su brevedad, infinito en el minimalismo que postula.
Se asemeja, en su conjunto, a un ejército —que apunta con sus fusiles sobre nosotros, lectores de poesía— en el que los 25 poemas por los que está compuesto son, o simulan ser —reproduciendo la brutalidad necesaria— balas dirigidas a nuestro cuerpo. Agudo, penetrante e intenso, con la urgencia de una duda es, sin embargo, insondable, pues le canta directamente, sin metáforas, al horror constituido y multiplicado en el que se ha convertido la vida contemporánea, dentro de la cual la guerra —o las guerras (de cualquier índole, sean conflictos armados o no)— son la norma, y nosotros, dentro de ellas, humanos sin humanidad, o a punto de perderla, estamos obligados a avanzar dentro de la insoportable inmovilidad de los días, o a detenernos al interior del incesante acontecer de lo mismo, agobio permanente, pena de estar vivos. Aquí lo metafórico es la posibilidad, —que parece imposible— de regresar a un mundo sin conflictos militares, a un tiempo sin guerras.
Cuando cayeron los misiles sobre Siria
tú me dijiste:
Que mis besos te alcancen como un misil.
Me dijiste:
A todos nos asfixió el gas sarín.
Nos barrió la época.
Ni los muertos entierran ya a los muertos.
Espérame para resucitar.
Te alcanzaré como la radiación.
Tú me dijiste:
¿A quién si no a ti puedo arrojarle
estas palabras a la cara
como otra granada?
“Espérame para resucitar” ejemplifica lo dicho, aclara y deja por sentado, muy bien resuelto, lo que a la autora le interesa: escribir el terror, describirlo, para lo cual utiliza la literatura como catalizadora del espanto y la beligerancia.
Los poemas —que recibieron, será mejor decir se alzaron, como insurgentes guerrilleros, con El Premio Nacional de la Crítica Literaria, 2022, desafiando el statu quo de la poesía cubana escrita fuera de la Isla, en este caso en Chile, donde desde 1995 reside la autora, también narradora, docente, pintora y ensayista— empiezan en la página y no sabemos dónde acaban. Nos atraviesan con su velocidad súper sónica, a la manera de proyectiles hechos con palabras que hieren nuestro sentido de la realidad y hacen sangrar lo que pensamos, desgarrando las elucubraciones que construimos en el plano de las ideas para ser individuos o personas, e incluso más: intelectuales, mientras el libro es ejemplo cimero de que en poesía, aunque debo decir en arte y literatura, lo mínimo, la abreviación y lo pequeño son, o pueden ser sinónimos de lo inverso.
El trazo de la Calderón es firme, poderosamente nítido. No le tiembla la mano al escribir o transcribir los racionales y bien medidos impulsos que la consternación armamentista, convertida en regla, pauta o canon actuales produce en la mujer y poeta que es. Sus versos parecen, cuando menos, piedras en fuga que chocan contra el horizonte rompiendo la idea y sensación del más allá, abriendo agujeros negros —cráteres insoportables— en la distancia que nos separa del mañana: el futuro, y por lo mismo interrumpen y paralizan cualquier sueño, esperanza, ilusión de vivir. Granadas o bombas semánticas, acaban siendo truenos o relámpagos que caen inesperadamente sobre la mesa (del comedor) o el sillón (de la sala) donde hemos dispuesto nuestro cuerpo para leerla.
No creo inútil o improductivo, mientras reseño Daño colateral, con el objetivo de mostrar su importancia y legitimidad a los lectores, o que gane adeptos la poesía de Damaris —acabo de advertir que las iniciales del libro y de la autora coinciden, son las mismas— decir que a falta de silencios plenos, compactos o definitivos, de esa quietud sonora, digamos pura, que imaginamos al principio del mundo y seguro acompañó a la especie humana durante sus primeros días; serenidad o paz que (como sujetos históricos) hemos perdido y no recuperaremos más, incluyendo espacios, zonas, perspectivas o contingencias que nos permitirían adentrarnos en el poemario como este merece y lo exige, que el lugar ideal (o más adecuado) para leerlo, y penetrar su nudo revulsivo es un campo de batalla en acción o completamente devastado, sin o frente al televisor —objeto que aparece, como protagonista, en más de un poema—mientras se transmite la guerra, o dan el parte de un genocidio.
Aunque la sensación, hiperrealista, de que somos actores o marionetas del apocalipsis, habitantes del fin del mundo —del último día de la humanidad— abraza las 50 páginas del libro, es la ambigüedad, como encuentro de contrarios, reverso y confusión de signos, la sustancia de la que está hecho el libro y de la cual Calderón, punzante e incisiva, sagaz y objetiva se sirve para escribir. Caos e incertidumbre de pareceres que gobiernan nuestra existencia, y la vida en el planeta; amalgama de antípodas o antónimos que encuentran en su antagonismo el sentido, su única razón y se aprovechan de esta para sumar o producir estrechez, laconismo, elipsis, y fugacidad, constriñendo o reduciendo el mensaje verbal para ampliar, como una herida abierta que no cierra, el alarido o exclamación de sufrimiento, el padecimiento de los malestares, la punzada poética, el desaliento y las magulladuras sociales, el rasguño político. Así aparece (o encontramos) hacia el final del libro, que es o puede ser el principio “Servicios secretos de inteligencia”, poema que intensifica los propósitos de la autora y su libro.
Mi celular me espía.
La TV me espía.
Mi computador me espía.
Los autos me espían.
Los juguetes de los niños
la cafetera
la pasta de dientes
recogen información.
Una aplicación, Alexa,
me grita, como una esposa
que no vaya por otro trago.
A mi casa no llegan amigos
sino drones.
El dominio verbal, conocimiento del poema en su condición de arte, cuerpo de letras, imágenes y escritura, más el eficaz uso o la concreta utilización de la poesía como dimensión humana y estética de los que la escritora da señales desde que irrumpe en el panorama de la literatura cubana, —a mediados de los años ochenta del siglo pasado— y ha sabido ir desarrollando en cada entrega, encuentra en este poemario su versión más radical e incómoda.
El libro está atravesado por un doloroso desencanto que, en el mejor de los casos, coincide con lo que se ha dado en llamar La Crisis de Occidente, y en el peor, con la muerte o el fin de los paradigmas sociales, políticos e ideológicos que hasta el momento han sostenido al mundo y piden a gritos la fundación de otro. Ese nuevo mundo aparece como meta a alcanzar, oquedad y mudez, enterrados en cada silencio o palabra que la autora elige y la poeta decide redactar o no, asumiendo la Historia como responsabilidad individual, con el mismo ímpetu, devoción y empeño que escribe, y en el fondo del poemario coincide con una desmedida experiencia de entrega que cuestiona la razón ordinaria por la cual nos han llevado (o traído) hasta aquí, depositándonos —objetos del devenir, sin asideros para la corriente del azar— en brazos de las más crueles atrocidades cotidianas y sus infamias, frente a la deriva y la reversibilidad de la luz que oscura, sumamente lóbrega, tenebrosa y opaca, acaba cegándonos, convertida en una poderosa mancha o enigma por develar; sombra que debemos erigir, conformar, hacer y construir mientras leemos a la barda y aceptamos su irrupción verbal, el golpe de su verso.
Los poemas de Damaris —en este libro— son (o representan) esa diminuta, pequeñísima y a la vez gigantesca noche. Leerla es buscar, escarbar o indagar en el interregno que los dúos manuscrito y página en blanco, letra y vacío, ausencia y presencia, imagen y nada, sangre y leche, agua y fuego, guerra y paz, vida y muerte, voz humana y naturaleza, canto de la Tierra y fin del Planeta conforman en el discurso de la Calderón con el objetivo de que nosotros, espectadores y víctimas del infortunio (desgracias, fracasos, adversidades, desventuras) podamos abrir el poema y mirar dentro, en su interior: el susto, la derrota, y el fin, entendiéndolo, además, como fragmento caído de una fuerza mayor o desprendimiento del cuerpo femenino que es la escritora. Detengámonos, entonces, reparando (con los ojos bien abiertos) en
“Puntuales, con el sol”.
El amor de mi hermana
se expresa en trozos de carne.
O en el pan que me prepara, rápido,
con dos rodajas de embutido
en el supermercado donde trabaja
para la plusvalía.
No hay blandura en mi hermana
ni en la expresión monetaria
del tiempo de trabajo.
Permanece largas horas de pie
junto a la máquina de cecinas
y ella misma es una herramienta.
Por las noches cuando se duerme
sueña con no cortarse una mano
y con los pedidos que volverán
puntuales, con el sol.
Damaris Calderón, una de las poetas más significativas de la generación de los ochenta, y por encima de ese encasillamiento contextual, de la poesía cubana actual, concentra la escritura de estos poemas en el particular uso que da a las palabras, haciendo de estas el único centro posible del poema, y el cielo o la superficie —medidos a través de una perspectiva netamente militarizada— hacia los cuales debe mirar el lector, buscándose a sí mismo. Conocedora del poema, con oficio, voz definida, autónoma y personal, sabe internarse en la poesía con la marcada intensión de develar el mundo innombrable y sin determinación que se esconde detrás de las palabras, no en el silencio de estas, sino bajo las mismas, en su negrura, envés u otra cara, que no es precisamente ausencia (de palabras), sino el más allá de ellas, su conciencia crítica de la realidad y el mundo, del universo, la sociedad, lo real. El poema en Damaris es esa puerta que abre al interior de su garganta y en el sistema del libro no solo es poesía sino fuerza que hipnotiza, sobrecoge, marea y nos subyuga hasta derribarnos, obligándonos a regresar una y otra vez sobre el texto, encontrando en cada lectura nuevos registros. Su “Pesca artesanal” no solo admite un sinfín de interpretaciones, invitándonos a ir por muchas más, sino que exige una diferente en cada reencuentro.
Los pescadores entran en el mar.
Los botes colorinches.
Los trasatlánticos.
Los suicidas por agua.
El sueño del mar hincha los pulmones
de los hombres libres.
Arroja sobre cubierta
una constelación.
El mar lanza su anzuelo.
Y la muerte filetea
las agallas de los hombres.
Sus búsquedas poéticas avanzan hacia lo que se puede denominar la sequedad del lenguaje, recogimiento de la voz, o decir restringido, eligiendo la palabra exacta para dejar el cuerpo del poema absolutamente desnudo, sin adjetivos ni adornos, donde el único ornamento será el silencio —en este caso descarnado— que se desprende de su hablar: conversación que, sucediendo en la distancia sentimos cerca, inmediata, como un delicado susurro, o una atroz confidencia que la poeta quiere y necesita relatar en nuestra cabeza, fijándola a la memoria que somos, en nuestra sensibilidad, y con ella nos corta, desbasta, escinde o troza mediante el filo verbal del cuchillo que usa por lápiz para escribir —grabar o imprimir— su voz en nuestro organismo tasajeado, anatomía contra la que chocan sus versos y zumba el lirismo roto e imposible de su áspera caligrafía. Es la puesta en escena del oprobio que Damaris —sin más herramientas que los signos y su revés, el rugido que emiten sus significantes queriendo escapar de aquellos nombres a los que pertenecen y dentro de los cuales están encarcelados, inmóviles o muertos— construye y sabe edificar, instalándola con sumo cuidado en la intríngulis del poema, mientras excede a este o lo trasciende, incrustando silencios y palabras en la pieza escrita como si alzara, contra viento y marea, una cerrada atalaya de compacta arquitectura literaria, un muro, un fuerte, una infranqueable columna vertebral de la tierra al cielo. Cantos, himnos o elegías, cada texto del cuaderno pone a prueba la capacidad de la autora para soportar la angustia humana, y avanzar, dentro de la misma, creando poderosos ejercicios de oposición, incompatibilidad y contradicciones que sobrepasan su estado de extravagancia, rareza e incongruencia y como irreductibles silogismos se esparcen en la página imitando las manos de la autora al copiar o traducir el descalabro y entregarse como poeta.
Siempre hay un niño bajo los escombros.
Un niño en algo así como una casa
en el hueco de una ventana
que da al sol.
Un niño, como el hambre,
puntual.
Cuando mires las columnas
las vigas que sobrevivan
(es un decir)
abajo,
hay un niño
muchos niños
entre los escombros.
Respirando.
Sin respiración.
Entre
los muros y las torres
perdidas para siempre
las primeras sílabas
de sus ciudades sin fe.
Se puede afirmar, sin dudas, más aun después de “La navidad, este tiempo en que los niños sobreviven a los bombardeos de Herodes”, el poema recién citado, que este es un poemario sobre la guerra. Aunque empieza (o inaugura sus páginas) con una frase de George Bush a manera de exergo y las agresiones de EE.UU. a Siria giran como un foco alrededor del cual se escribe, sería disminuirlo o rebajarlo innecesariamente a lo que nos han hecho entender como conflictos bélicos, militarización, batalla campal. En realidad, lo considero así, es un poemario sobre la guerra —más allá de las balas y la muerte del Otro: Uno mismo estigmatizado en enemigo— como defecto humano y la cantidad de calamidades que esta genera.
Entre el poema, la guerra y la poesía Damaris Calderón establece estrechos lazos de intercomunicación. Allí, cegado, detenido, obnubilado e interrumpido por dinámicas brechas de contrasentido e incoherencia, dinamitas, ráfagas de fuego, pólvora o metralla “Daño colateral”, el poema que da nombre al libro se erige como un árbol en el desierto que, parecido a la vida cuando no se puede disfrutar o hacer de esta un bien, esclaviza a quien la padece, convirtiéndolo en desecho humano donde la ignorancia, lo absurdo y la falta del más mínimo sentido, lo falso, la mentira, el abuso, la ignominia son pasto del sobrevivir, y crecen como semejanzas de la ironía, el cinismo e incluso la abyección.
El Presidente de la Standard Oil
y la Reina crían sus caballos juntos.
Se derriten los hielos.
Aparecen ciudades subterráneas.
Bases subterráneas misiles.
¿Quién se sienta al centro del ombligo de la Tierra?
¿Quién roe la corteza?
¿El gusano de cristal?
Le prenden fuego al kurdo.
Al iraquí lo meten en un pozo
hasta que aparezcan armas nucleares.
(No hay).
Timothy McVeigh, estalla el Edificio Federal
Alfred P. Murrah,
Oklahoma, abril de 1995.
(Sabiduría pérsica aprendida).
El ruso los pone a morir en un teatro
como si estuvieran dormidos.
(El musical ‘Nord-Ost’):
Vieron avanzar un gran gas
lentamente hacia ellos desde el techo.
Otros les colocan una plegaria en árabe:
«No hay otro Dios que Alá».
Un niño es un yacimiento mineral.
Un hombre
es un yacimiento mineral.
Una veta.
Aceite de la roca.
Fiebre del oro negro.
¿Quién tantea las paredes?
¿Quién roe?
¿Quién se sienta en el centro del ombligo de la Tierra?
El Presidente de la Standard Oil
y la Reina crían sus caballos juntos.
Ediciones Matanzas entrega, en su catálogo de 2022, con edición de Leymen Pérez, diseño de Johan E. Trujillo que exhibe en portada un sugestivo óleo de la autora, más un dibujo (también de Damaris) que ilustra las páginas iniciales del libro, su entrada —manifestaciones gráficas que deben ser entendidas o leídas en calidad de extensiones o prolongaciones de su escritura— un poemario que reflexiona en torno a la rapidez con que los espacios, distancias y fronteras que separaban al Bien del Mal han desaparecido, así se detiene en la monstruosidad de ambas entidades confundidas en una especie de omnipotencia global, sin dejar de ser un libro que siente y padece la guerra a través de la poesía, nos toma de la mano e invita a que pensemos —esto es cardinal para comprender el sentido del cuaderno— la poesía como guerra, y el poema en su estatus de conflicto lirico.
Daño colateral, como los libros de poesía que más nos importan, regresa, con insistencia, sobre dos de las preguntas que constantemente nos hacemos y atormentan por su falta de respuesta: ¿Qué es la condición humana? Y ¿Qué será de esa condición —dentro de la cual hombres y mujeres somos el principio y el fin; eje, médula, cúspide y raíz— mañana, cuando el paso del tiempo y su devenir, la Historia, la economía o lo económico, más los sistemas políticos e ideologías que determinan las costumbres —el modo de vivir y aceptar la vida— caricaturizando las culturas originarias, forzándolas a ser imitaciones, remedos de falsos paradigmas o pos culturas sometidas al Poder articulado en fuerza devastadora, desfiguren con mayor interés (o desinterés) el rostro de la Humanidad desapareciendo a sus habitantes, las personas, a Nosotros? La autora, sintética y concisa, que en ningún momento convierte sus poemas en panfletos, ni herramientas que exalten o elogien los beneficios de la izquierda en detrimento de la derecha o viceversa, sino que concentra sus fuerzas e inteligencia, su saber, en condenar la guerra más allá de cualquier límite o demarcación, legítimo reclamo de poeta, se expresa al respecto y nos habla escribiendo. “Tabla periódica” es una de las respuestas.
De estas selfies
De estas fotos
Estos versos
Estos posteos
Estas noticias
No quedará ni un megabait.
Nada para el gusano.
Ni el carbono 14.
Por: Derbys H. Domínguez Fragela/ *Poeta, editor y crítico.
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