El antimperialismo martiano: geopolítica en Nuestra América

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José Martí forjó su rechazo a la anexión de Cuba a EE. UU. desde la adolescencia, condenando el “anexionismo criollo” de la oligarquía esclavista que pretendía cambiar un colonialismo por otro. Para él, entregar la isla a Washington era traicionar el sueño independentista. Esta postura se volvió inquebrantable tras vivir 15 años en Nueva York, donde descifró las entrañas del monstruo de las siete leguas:

“Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas:-y mi honda es la de David”.

Su lucidez profética diagnosticó el imperialismo estadounidense como un fenómeno «conquistador por esencia», disfrazado de progreso. México, Puerto Rico y Centroamérica eran para Martí ejemplos vivos de esa voracidad expansionista. Por eso rechazó toda fórmula intermedia, la autonomía bajo España era un trapo de mancha y sangre, y la anexión a EE. UU., un suicidio. Solo una república soberana garantizaría el equilibrio del mundo frente al gigante descalzo del norte.

La invasión estadounidense a Cuba no fue un accidente. Martí la previó. Así lo revela su carta inconclusa a Manuel Mercado el 18 mayo 1895, escrita horas antes de morir:

“Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso”, afirma. “… impedir que en Cuba se abra, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América, al Norte revuelto y brutal que los desprecia”.

Esta urgencia geopolítica explica por qué aceleró la “Guerra Necesaria”. Su estrategia era clara: crear una república con todos y para el bien de todos antes que Washington aprovechara el vacío de poder.

En la actualidad el llamado a la unión latinoamericana no ha perdido vigencia. / Imagen: Tomada de Internet
En la actualidad el llamado a la unión latinoamericana no ha perdido vigencia. / Imagen: Tomada de Internet

Frente al coloso del norte, Martí diseñó un antídoto continental: ¡Los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas! Su concepto de Nuestra América —integrada de Río Bravo a Magallanes— era un escudo geopolítico. Solo la unidad cultural, económica y diplomática podría resistir al imperio que ya amenazaba con su codicia y su ira.

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Pero su antimperialismo no se limitó a lo militar. Desnudó el colonialismo económico con frases lapidarias: El pueblo que compra, manda; el que vende, sirve. Denunció los empréstitos usurarios y monopolios que ataban a América Latina «con grillos de oro». Sabía que la dependencia financiera era la nueva esclavitud del siglo XX.

Combatió también la colonización mental. Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas, exigía. Rechazó la imitación servil de modelos extranjeros y defendió la educación como trinchera identitaria. Para él, la soberanía comenzaba en el pensamiento crítico.

Esta coherencia le costó aislamiento. En el exilio neoyorquino, rompió con antiguos aliados que pedían intervención yanqui. Los llamó «anexionistas de guantes blancos» y les opuso su ética: ¡Los pueblos no se unen sino con lazos de fraternidad! Prefirió la muerte en Dos Ríos antes que pactar con el imperio.

Hoy, sus alertas resuenan ante nuevas formas de dominación: tratados asimétricos, bases militares extranjeras y despojo de recursos naturales.

Murió sin ver libre a Cuba, pero su disciplina antimperialista ilumina a generaciones. Patria es humanidad, proclamó, pero solo puede defenderse desde la dignidad colectiva.

Por eso, cada vez que un pueblo latinoamericano se levanta contra un golpe, una deuda fraudulenta o una base militar, está reeditando la consigna que Martí llevó en su alma: “Morir por la patria es vivir”. Y vivir, agregaríamos, es luchar para que nadie pueda comprarla, anexionarla ni soñarla sin su gente.

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Barbara M. Cortellan Conesa

Máster en Ciencias de la Comunicación. Ingeniera Química por la Universidad de Camagüey. Periodista-Editora del diario 5 de Septiembre. Miembro de la Unión de Periodistas de Cuba.

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