Cienfuegos tiene serenatas

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Hace pocas semanas comenté acerca del origen de las serenatas, cómo se popularizaron por América Latina y, en el caso especial de México, país excepcional que pudiéramos denominar “La Meca” de ellas.

Muchos pueden ser los motivos para una serenata: desde una declaración de amor, la petición de mano o un simple desagravio. Esas y quizá otras sean razones suficientes para contratar un trovador, un trío o un grupo musical que bajo la luz de la luna interprete piezas del repertorio romántico.

Acto gentil, delicado y de muy buen tono sentimental, es algo que cualquiera aunque sea por simple cortesía, sin que implique aceptar el propósito que la haya propiciado. Pero… ¡no siempre ha sido así!

Hoy les contaré una historia real sin nombres verdaderos, para no buscarme un lío. Decidí hacerlo por su carácter jocoso y porque es una evidencia de cuán populares han sido las serenatas aquí en la Perla del Sur.

Andaría yo rozando los doce años cuando me enteré del enamoramiento de un joven popular en aquella época a quien todos admiraban. Emprendedor y laborioso, se dedicaba a fabricar y reparar cortinas caseras, confeccionadas con largas y finas listas de madera que luego se entretejían con un hilo que al tiempo de unirlas hacía posible levantarlas o dejarlas extendidas a lo largo y ancho de la ventana. Un invento excelente para las chismosas que dentro de sus casas observaban todos los movimientos de la cuadra.

Al amigo cortinero le gustaba vestir bien, a la usanza de los años 50: pantalón blanco de dril cien, pulóver color entero, zapatos de dos tonos y un elegante sombrero de pana. ¡Ah, y un guillo de oro en la mano derecha! Él vivía enamorado de una joven que estudiaba en la Normal para Maestros, y tanta era su pasión que en sus tarjeticas de presentación ponía el nombre de la joven como nombre de su taller, casi siempre acompañada de unas simpáticas décimas.

El joven era tímido. Con razones no se atrevía a dirigirse a la casa de la pretendida porque la mamá de ella era “de armas tomar”; se mandaba un malgenio de anjá. O digamos que esperaba para su hija que llegara el mismísimo príncipe de Gales a pedir su mano.

Sin más opciones, contrató a un trío para darle una serenata. Cienfuegos, tierra siempre fecunda en músicos y cantantes, contaba con muchos tríos de aficionados que se buscaban sus centavos en serenatas y canturías. Uno de ellos se llamaba Trío Arizona, cuyo guitarrista era Luis Noaya (este nombre si es verdadero), joven noble que se ganaba el sustento como carpintero. Habló con los miembros del trío, y ¡trato hecho!

A eso de las once de la noche y desde la puerta de mi casa, próxima a la homenajeada, presencié cuando el trío llegó frente a su ventana y comenzó a entonar el bolero La Hiedra. Muchos vecinos que salían a disfrutar de la serenata,elogiaban al trío, ya que lo hacían muy bien.

Al terminar de cantar se mantuvieron en su puesto; de buenas a primeras la madre de la joven abrió un postigo de la ventana con la luz de la sala apagada, y soltó un portazo que espantó al trío quienes se marcharon de prisa para evitar un mal mayor.

El enamorado, que estaba junto a los músicos, se dio tremendo susto por la intempestiva reacción de la que él aspiraba a que fuera su mamá suegra. Una vez desaparecidos los actores, la señora abrió la puerta y soltó un suculento cubo lleno de agua hacia la acera. Suerte que ya no había nadie.

Fueron muchos los días y las noches que el joven y laborioso cortinero puso pies en polvorosa. Dejó de vérsele como acostumbraba ir de noche a la bodega de la esquina para tomar alguna cerveza y conversar animadamente con el vecindario.

Han pasado más de sesenta años de aquella jornada infructuosa, pero lo alentador es que hoy en día en Cienfuegos se siguen dando serenatas sin – que yo sepa – aparezcan comportamientos irreverentes como el de aquella pretérita ocasión.

Más de una vez me encuentro con el Mariachi Los Reyes tocando música mexicana y de autores cubanos en cumpleaños, fiestas a quinceañeras, declaraciones de enamorados y bienvenidas. Tan pronto hacen sonar sus instrumentos los vecinos se agrupan y hasta los acompañan. Esas ocasiones me hacen recordar las que presencié en México.

Son un acontecimiento respetuoso y de buen gusto que da cuenta de lo populares que resultan las serenatas entre nosotros. Algo que las reafirma como una usanza de toda América Latina y el Caribe. Un gesto elegante que deberíamos salvaguardar.

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