Whatsappitos

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Los grupos de Whatsapp han fundado capital en el mapa de las relaciones digitales interpersonales de la contemporaneidad, por ser esta una vía expedita de comunicación en tiempo real, capaz de permitir diversas vías de aproximación entre dos o muchos más entes digitales.

En principio, como ocurre con la mayoría de las herramientas tecnológicas, puede emplearse en beneficio de las personas y reportarle a estas considerable ayuda en determinados momentos.

El problema de cada una de tales plataformas no solo radica en todo cuanto sabemos que realizan sus creadores con nuestros datos o la manipulación o direccionamiento de los sentidos en funciones de objetivos determinados,  mucho más constatable ello en redes a la manera de Facebook o Twitter aunque ninguna está exenta de ello, sino además en el empleo sin discreción de algunas de sus bondades en beneficio de egos, protagonismos, deseos de molestar o hasta esa misma falta de tacto nacida de la poca educación ética y cívica de ciertos seres humanos.

Lo anterior puede apreciarse bien en los ya a estas alturas irrenunciables grupos de Whatsapp, donde determinados individuos intentan rentabilizar las atenciones sobre los carreteles del yoísmo, las gracias sin gracia y la incorporación a ultranza de esa “nota personal” que los distinga del resto de los congregados en la orden digital.

Por razones sociales, integro, como mínimo, diez o doce de tales grupos, cuatro de estos profesionales, uno de la bodega (el cual me permite la actualización sobre el tan valioso, y antes de pertenecer al mismo desconocido, momento cuando me toca algo por el kiosco de la shopping), y seis asociados a diversas instancias que por una u otra razón merecen seguirse, en virtud de la información puntual brindada en torno a diversos temas de utilidad.

En el de la bodega, por ejemplo, su administradora debió tomar cartas en el asunto y cerrarlo al colectivo, ante el cúmulo de malentendidos, gente que repetía lo mismo hasta la saciedad, impertinencias e incluso el intento de emplearlo como base para emitir informaciones ajenas al objeto del mismo: brindar detalles sobre las entregas del centro comercial y su punto correspondiente. Ella, siempre con buen tino, lo abre al grupo solo cuando entiende, y celebro que así lo haga.

El “tintilíntintilín” del celular ante la notificación de cada Whatsapp entrante llega a ser insoportable cuando uno forma parte de varios grupos y a sus miembros les da por hablar de más, a horas no diseñadas para eso. Hace poco, una persona enviaba el siguiente a la 1 y 30 de la madrugada: “Hola, grupo ¿qué hacen?”. Recibió la respuesta que ameritaba: “Dormir, idiota”.

De un modo lindante entre lo sarcástico y lo cariñoso les llamo los “whatsappitos” a los centenares de “tintilíntintilín” incesantes que nos mantienen pendientes del teléfono, casi, las 24 horas del día. Pueden llegar a molestar, pero sin dudas también ayudan. En mi caso paso de conversar e intervenir en foros, porque ni el tiempo ni mi naturaleza me acompañan para ello, pero los empleo para estar informado.

Sí, en ese u otros sentidos te respaldan –una llamada sin pagar por Whatsapp es algo inobjetablemente beneficioso–, mas también te restan privacidad, calma, sueño. Son otro hilo más de esa telaraña que te absorbe, regula, condiciona e induce a crear nuevas costumbres sustentadas en el sonido de notificación que produce un teléfono inteligente. Acaso demasiado inteligente, tanto que nos reduce dicha condición a nosotros, al no poder eludirlos.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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