Mi libro mejor

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Cuando en marzo llega a Cienfuegos la Feria de Libro, una alegría invade mi corazón. Sentir cómo a los libros se les hace una fiesta es razón para el optimismo. Y no es para menos; el libro entraña un significado para el mejoramiento humano.

No puedo evitar aquellos años cuando yo era niño y a pasear con mis padres. Con el cariño que siempre me mostraron, a cada rato me reñían porque – el niño que fui – dejaba cualquier antojo comestible con tal de que me compraran un libro. Aquello fue una constante en mí.

Puedo evocar libros de cabecera, entre ellos Corazón, El principito, los cuentos de los hermanos Grimm y los de Hans Christian Andersen. A la lista se sumaron novelas de aventuras de Emilio Salgari, Alejandro Dumas, Mark Twain, James Fenymoore Cooper, Lancelyn Green y otros. Indispensable para mi hijos y nietos, aun para mí, el Oros Viejos y Había una vez de Herminio Almendros, y Flor de Leyendas de Alejandro Casona.

Aquellos libros, y muchos más, me hicieron soñar y ver el lado mejor de la existencia; creer con firmeza que tarde o temprano el bien triunfa sobre el mal, pese a que la bondad a veces aparenta andar sin apuro.

Aparte de los que ya enumeré, hubo uno que me marcó para siempre. Lo escribió un compatriota mío, tuyo, de ustedes en el frío otoño neoyorquino de 1889. Lo hizo – asombrosamente – mientras pasaba años de agonía por la Patria, lejanía de sus seres queridos y, por si fuese poco, las incomprensiones de algunos que pensaban como él. Así es la vida; matizada e imposible de concebir en blanco y negro circunscrita en lo absoluto.

A lo que hoy llamamos libro y lo hacemos con toda la dignidad que merece, apareció primero en cuatro números a modo de revista para niños: para los niños y las niñas de América, porque aquel coterráneo nuestro concebía a las tierras de América y el Caribe como una enorme patria. Y así lo demostró en muchas historias de La Edad de Oro, como se titula aquella publicación.

Un día de 1962 llegó uno de mis tíos con un ejemplar de La Edad de Oro. El libro era parte de los primeros frutos editoriales de la Imprenta Nacional de Cuba. Desde que llegó a mis manos comencé a leerlo con la voracidad que mis padres hubieran preferido que me despertaran las golosinas.

A sesenta y un años de aquel acontecimiento, esa obra de José Martí continúa ejerciendo su influencia en mi persona. Su lectura me dejó marcado para siempre. Con aquel libro conocí de principios que son válidos para cualquier época. En sus páginas, el Apóstol ilustra acerca de la verdad, la honradez, la sinceridad, el amor, la humildad como parte de lo que debe de caracterizar a un ser humano.

Muchas de sus lecturas constituyen fuentes de cultura, como “Músicos, poetas y pintores”, “Las ruinas indias”, “Un paseo por la tierra de los anamitas” y “La historia del hombre contada por sus casas”. Con el cuento chino “Los dos ruiseñores” Martí me enseñó que nada mejor como lo natural, aunque los artificios seduzcan.

El relato “Tres héroes” me enseñó a entender y amar la historia latinoamericana, así como lo esencial de la condición humana, caracterizada por la honradez al decir lo que se piensa. Esa obra es una lección de historia, humanismo y compromiso.

En estos días que Cienfuegos celebra la fiesta de los libros – la mejor de todas las fiestas posibles -, invito a papás, mamás, abuelitos, abuelitas y a todos los que saben querer, como saben hacerlo los niños y las niñas, para que obsequien y “se obsequien a sí mismos” al menos con un libro.

El libro es golosina incomparable, cuyo poder nutritivo y placentero nos dura la vida entera.

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