El cadáver del presidente en armas
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Hace algunos días atrás leía sobre la muerte de nuestro Apóstol Nacional José Martí y las vicisitudes que sufrió su cadáver, el cual llegó a ser enterrado en cinco ocasiones. Debo confesar que aquella historia me pareció triste y fascinante al mismo tiempo, a tal punto que me puse a investigar, como historiador al fin, sobre las muertes y el destino final de los restos mortales de los principales líderes independentistas durante el proceso emancipador de La Mayor de Las Antillas contra el colonialismo español.
En este sentido, llamaron mi atención la caída en combate del mayor general Ignacio Agramonte, el 11 de mayo de 1873, y cómo su cuerpo fue cremado por las autoridades españolas para luego esparcir las cenizas e impedir con ello la creación de un sitio de culto por parte de los insurrectos cubanos y, en especial, de los camagüeyanos. En la Guerra Necesaria, la caída en combate de los mayores generales Serafín Sánchez, el 18 de noviembre de 1896; y de Antonio Maceo, el 7 de diciembre de 1896, también cautivaron mi curiosidad, al conocer que resultaron enterramientos secretos por tratarse de dos jefes militares, y así evitar que fueran tomados por el ejército colonial y mostrados como trofeos de guerra.
En torno a este tema, una investigación más profunda sobre las luchas por la emancipación nacional arrojó que una norma constante en el funcionamiento del Ejército Libertador lo fue el nunca dejar abandonado ningún cadáver sin importar el rango militar que ostentara. Dicha normativa, más costumbrista que sujeta a la legalidad, perseguía como propósito, amén de darle cristiana sepultura a los caídos, establecer espacios de veneración por parte de los insurrectos y partidarios de los ideales separatistas y, por otro lado, para ser entregados a sus familiares una vez culminado los procesos belicistas. Sin embargo, hubo disímiles situaciones en que esta regla no fue posible materializarse y un ejemplo de ello lo constituyó la muerte de Carlos Manuel de Céspedes, primer presidente de la República en Armas, y los sucesos acaecidos en torno a sus restos mortales.
Para los conocedores y no tan conocedores de la historia nacional, la muerte del Padre de la Patria, el 27 de febrero de 1874, cerró su quehacer revolucionario; no obstante, ese día abrió otro proceso dentro de su historial que también formó parte de su esencia, pese a que su cuerpo yacía sin vida y se encontraba desprovisto de toda sensibilidad: el traslado de sus restos desde San Lorenzo hasta el camposanto de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. Y para abordar este tópico, considero que no existe mejor manera que recalar en el testimonio de Felipe González Ferrer, el gallego que mató al Padre de la Patria.
Rememora el propio González Ferrer que el movimiento, desde Santiago de Cuba hasta San Lorenzo, de las tropas dirigidas por el comandante José López y López respondió a una operación secreta para capturar, según algunos informes previos, a los funcionarios de la Cámara de Representantes o al propio ejecutivo de la República en Armas. Pero al llegar al lugar, se constató la presencia de este último sin llegar a saber que Carlos Manuel de Céspedes había cesado sus funciones presidenciales desde el 27 de octubre de 1873.
La orden emitida por el jefe español fue de capturarlo con vida, pero lo precipitado de la situación condicionó el incumplimiento de dicha disposición tras el disparo del entonces sargento de segunda González Ferrer. Tras el desenlace fatal, el cadáver del iniciador de la Revolución de Yara fue trasladado al bohío donde vivía para ser despojado de los bienes personales que poseía por una parte de las fuerzas españolas; mientas que la otra, tiroteaba a varios hombres que intentaron, sin éxito alguno, recuperar el cadáver de Carlos Manuel de Céspedes.
Continúa el testimoniante, después de tranquilizar a los presentes y ver los informes de los exploradores, tomaron el cuerpo inerte colocándolo sobre el lomo de un burro e iniciaron la bajada hasta la playa Sevilla, donde una cañonera los esperaba desde hacía dos días. En la travesía la máquina del barco se averió y tuvieron que abordar otro que servía de correo entre Manzanillo y Baracoa. Durante el viaje, el médico español José Delgado le proporcionó al cadáver varias inyecciones con el fin de conservarlo lo mejor posible, orden dada expresamente por el comandante José López y López.
Al arribar al puerto santiaguero, ya se había reunido toda una multitud en el lugar para presenciar el “nuevo trofeo de guerra” de los soldados colonialistas. Los restos mortales de Carlos Manuel de Céspedes fueron conducidos al Hospital Civil, donde se presentaron algunas personas que en vida lo habían conocido para su reconocimiento y para hacerle varias fotografías a modo de inmortalizar aquel momento. Otro testigo ocasional, resultó el niño de doce años Manuel Viñas, quien décadas más tardes dejó sus impresiones sobre aquel acontecimiento al ser uno de los pocos que pudo penetrar en el hospital para saciar su curiosidad infantil:
“El cadáver tendido [en el Hospital Civil de Santiago de Cuba] era el de un hombre de pequeña estatura, entrado en carnes y bien parecido; de cabeza francamente calva, aunque no parecía en edad para aquella calvicie. Resultaba llamativo el hecho de que tuviese los ojos abiertos, como si estuviese contemplando todo lo que a su alrededor acontecía. Estaba afeitado a la americana, al parecer como del día anterior. No tenía más vestimenta que unos pantalones de dril crudo, sin planchar, y que seguramente pertenecían a un niño, pues ni cerraban la cintura ni cubrían los tobillos, permitiendo ver unos pies notablemente pequeños, resguardados con unas medias que lucían estas iniciales bordadas: C M de C”.[1]
Posteriormente, continúa Manuel Viñas, el cadáver fue conducido hasta el camposanto Santa Ifigenia en una caja de pino común sin tapa, ya entrada la tarde del 1ro. de marzo de 1874. Durante el traslado, las autoridades locales prohibieron a los pobladores de la ciudad acompañar el cortejo fúnebre. Sin embargo, la curiosidad de Manuel Viñas hizo que nuevamente violara lo establecido por la Ley y se introdujo en el cementerio, gracias al celador del mismo, Juan E. Almaguer, para visualizar porque aquel despojo humano causaba recelo entre los seres vivos.
En una fosa común fue arrojado el cuerpo de Carlos Manuel de Céspedes y algunos de los que condujeron hasta el lugar, según afirma Manuel Viñas, orinaron sobre la imagen sin vida sin manifestar el menor respeto por la persona a quien sepultaban ni por el espacio santo donde se hallaban, para luego sepultar con tierra la última imagen del otrora abogado bayamés. Años más tarde, el 25 de marzo de 1879, gracias a la gestión realizada por algunos patriotas, entre los que sobresalieron Luis Yero, Calixto Acosta y Prudencio Ramírez, los restos fueron exhumados para trasladarlos a una cripta independiente y digna dentro del propio cementerio.
Con posterioridad, en 1911, por orden de Emilio Bacardí, alcalde para ese entonces de la ciudad santiaguera, se construyó un mausoleo de mármol donde se depositaron los restos mortales del Padre de la Patria, mausoleo que fue movido de lugar hace algunos años atrás hacia la entrada del cementerio para que todos los cubanos le rindan el merecido homenaje al iniciador de la lucha por la independencia de Cuba. Este constituyó el tormentoso y afligido viaje del cadáver del primer ejecutivo de la República en Armas desde San Lorenzo hasta su descanso eterno.
La cronología de este hecho, basado en dos testimonios, no es un secreto bien resguardado sino que constituye el epílogo de una genial novela escrita sobre la vida y trayectoria de Carlos Manuel de Céspedes: El camino de la desobediencia, de Evelio Traba. No obstante, el carácter “genial” de la misma hace casi imposible su adquisición debido a sus escasas tiradas editoriales y, por ende, la impecable búsqueda por parte de historiadores y demás investigadores sociales, sin pasar por alto, claro está, a los amantes de este género literario tan hermoso. Pero no quisiera terminar esta reseña sin abordar algunos elementos de los testimonios utilizados que demuestran aquellas “vueltas que da la vida”, como se expresa en buen criollo.
Por azar de la vida, y en claro cumplimiento de aquel viejo refrán: “el que a hierro mata, a hierro muere”, la vanagloria de Felipe González Ferrer por haberle quitado la vida al Padre de la Patria no le sirvió de mucho. En el ámbito militar, solo le valió un ascenso al grado de sargento de primera. En lo personal, una mala fama y un precio que tuvo que pagar para toda la vida, pues al culminar la Guerra Grande se licenció del ejército español y se casó con Chana Bustamante. De esta unión matrimonial nacieron los gemelos, Juan y Antonio, los cuales, a inicios de 1897, se unieron a las tropas del mayor general Máximo Gómez para morir ambos en el combate de Santa Teresa de Las Villas, en marzo del propio año. De otro testimoniante, sin entender muchas de las cosas que observó siendo un niño y a quien su curiosidad lo puso en el lugar y momento preciso, años más tarde, establecido con su familia en Costa Rica, le expresó a su padre lo que había visto aquella noche. Este le manifestó de quién se trataba, de lo que significó para todos los cubanos, que había sido, sin lugar a dudas, una de las últimas personas en ver la imagen física del Padre de la Patria. El testimonio de Manuel Viñas termina con una frase que echaría por tierra el propósito de los españoles de evitar, tras incautar el cadáver, la veneración de todos los nacidos en este rincón del Caribe a Carlos Manuel de Céspedes: “Y ahora me pregunto, ¿de esos soldados que le mearon encima, quién se acuerda? Sin embargo, Padre de la Patria habrá mientras haya Cuba en el mapa”.[2]
[1]Testimonio de Manuel Viñas sobre el enterramiento de Carlos Manuel de Céspedes (febrero de 1910, Costa Rica) En: Traba, Evelio. El camino de la desobediencia. Editorial Boloña. La Habana, Cuba 2017. p. 37.
[2]Ibidem. p. 39.
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