Dibujo hondo y noble de los héroes soviéticos
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En estos días del aniversario 80 de la victoria soviética en la II Guerra Mundial es menester recordar una película como El camino para Berlín (Sergei Popov, 2015). Dicha producción, vista por el espectador cubano, constituye un drama bélico en clave intimista, que discursa en torno a la amistad, la unidad, la solidaridad, el valor y la resistencia en la lucha contra el enemigo.
En el verano de 1942, cuando transcurre la mayor parte de la trama, los soviéticos combaten contra el fascismo hitleriano. Desde febrero de 2022 y hasta la actualidad, los rusos enfrentan al régimen títere pro–nazi ucraniano, alentado, armado y dirigido por EE.UU. y sus satélites de la Otan. La ineludible operación militar especial alcanzará la victoria, del mismo modo que la Gran Guerra Patria.
La pantalla soviética tuvo en el género bélico una de sus cartas de presentación, gracias a un numeroso grupo de películas que reflejaron la colosal respuesta ante la agresión alemana. Algunas figuran dentro del mejor cine de guerra de la historia. Aunque sin alcanzar su relieve, visto a escala general, la industria rusa actual continúa filmándolas.
El camino para Berlín no posee la monumentalidad épica de cierto cine de la era soviética, a la manera de Guerra y paz (Sergei Bondarchuk, 1967). Ni sus grandes reconstrucciones bélicas: solo aparecen aquí dos o tres refriegas menores. Ni el tono de epopeya de largometrajes del corte de Chapaev (Georgi y Sergei Vasilyev, 1934).
La cinta de Popov (inspirada en el libro Dos en la estepa, de Emmanuil Kazakévich, y en los diarios militares de Konstantín Símonov) inserta plenamente su argumento en la Segunda Guerra Mundial, pero no se mueve sobre las líneas de la macro historia colectiva. Prefiere bordar su relato de vocación humanista desde la filigrana de lo personal, enfocada en la peripecia individual de dos jóvenes combatientes.
Y cumple con solvencia dicho objetivo. Los personajes del teniente Ogárkov –condenado a muerte por un presunto acto de cobardía en misión, pero quien luego mostrará su verdadera fibra heroica–, y del soldado Dzurabáev –al que encargan custodiarlo hasta su destino– respiran verdad.
Pese al diferente carácter y cultura de ambos (el soldado es kazajo y a veces tan literal como un robot al acatar la orden de escoltar al teniente), ellos funden una hermandad, surgida en el fragor de ese algo, tan inmenso y duro, que les tocó asumir a los veinte años.
Son seres creíbles que, incluso, se convierten en entrañables para el espectador, en el decurso de su aventura conjunta en la guerra. No a base de una falsa empatía conseguida por la vía de empalagamientos o golpes bajos hollywoodenses. Lo logran sin alardes, con muy escasas palabras, esencialmente a base de sus acciones.
A través de Ogárkov y Dzurabáev, el realizador estampa un dibujo –hondo y noble, individualizado, rico en color y calor–, de los héroes soviéticos que, desde diferentes trincheras, salvaron a la humanidad de mil años de nazismo y holocausto, como pretendía el Tercer Reich.
Al ver el modo cómo el cineasta transmite los sentimientos, la humanidad y el patriotismo de sus personajes centrales –sin grandilocuencia, con virtuosa sencillez–, no queda menos que pensar en las películas de Grigori Chrujrai (El 41; La balada del soldado). Y ese es el mayor halago que podría recibir Sergei Popov.
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A mi me gusta mucho esa película, narra el drama de la guerra de una manera sui géneris, la Gran Guerra Patria resulta uno de los grandes acontecimientos históricos más notables de la humanidad; ahora, cuando se asoma el fascismo, y dos guerras amenazan con la Tercera Guerra Mundial no debemos OLVIDAR NUNCA lo que fue, es y podría ser el fascismo, gracias por el comentario