Amagos de pizzas y otros inventos

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Nunca pensé recordar con añoranza mis tiempos de estudiante, cuando juntar cinco pesos para una pizza era difícil porque los salarios de entonces tenían menos ceros, y aunque los precios también, en honor a la verdad, estos últimos siempre han estado como la sandunguera de aquella pegajosa canción: “por encima del nivel”.

Pues sí, apareció la nostalgia por las pizzas de cinco pesos tras un repaso mental del rápido salto de cinco a siete, de siete a diez; de diez a veinte, y ahora de veinte a treinta, a tono con el ritmo acelerado del costo de la vida, e intento repasar un fenómeno que trasciende el precio: ese “invento” (tan pululante en tiempos de crisis) para adulterar la oferta y ganar más.

Ocurre que cuando en pleno 2005 yo pagaba en la Universidad cinco pesos por una pizza, esta me sabía a gloria, y no solo por el apetito estándar de la edad, sino por el evidente respeto a los componentes clásicos de la misma: puré de tomate (no colorante), queso blanco o amarillo (no crema rara que no se sabe de dónde salió), y una masa hecha como debe ser (no del tamaño de una bambina).

Basta recorrer muchos puestos privados de venta del alimento en las arterias principales de la ciudad para constatar lo anterior, y llegarse también a la estatal “Giuventu”, objeto junto a su homóloga “El Ranchón”, blancos de quejas recientes sobre su producto estrella, hechas públicas mediante llamadas al programa radial Aquí el Pueblo, en su emisión dedicada al comercio y la gastronomía.

En uno y otro lado de la forma de gestión lo que se le está vendiendo al pueblo hoy día es un engrudo gomoso, con amago de queso, en muchos casos con color a mercurocromo, sin sabor. En verdad, como dice un colega, “son ilusiones de pizzas”. Nada que ver con la textura y sabor de una pizza real. Pizzas caricatura de cuanto un día fueron.

Pero el referido “invento” va, penosamente, mucho más allá. No lo digo yo, sino las referidas llamadas a Aquí el Pueblo. Allí también se hizo público el polémico caso de la leche saborizada demasiado líquida y vendida hace unos días en un kiosco citadino; también el “gato por liebre” o, en este caso, el “pescado por camarón”, en los tradicionales camarones rebosados del restaurante Covadonga, establecimiento que reabrió en enero último y, desde entonces, le llueven quejas sobre el servicio, la calidad de la paella, la comida de forma general.

Otro ejemplo, ahora de carácter vivencial, muchas de las hamburguesas que venden nuestras cafeterías privadas a costos excesivamente altos pareciera que vienen envueltas en panecillos de buffet. Ese pan clásico de la hamburguesa dormita en el recuerdo, y en su lugar habita uno con dimensiones cuestionables, pero el precio parece no enterarse. Un amigo me decía que tal vez se deba a la escasez de pan, pero, enfatizo, entonces el precio tiene que enterarse, en coherencia con la menorcalidad.

Así, el escenario se torna cada día más retador, porque ya no fustigan al bolsillo solo los altos precios (en escalada indetenible y preocupante) sino el pago de un producto cuya calidad resulta constantemente vejada. Parece generalizarse una ley no ya del ahorro de la materia prima, mucho menos de su uso eficiente, sino de una oferta víctimadel pillaje impune, del ganar a toda costa, de lograr una buena “tajada” con muy poco, o con lo que no es.

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