Abel Santamaría: saber morir, para vivir siempre

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Con solo 25 años, la tiranía apagó la vida de Abel, quien sin duda fue el más leal de los amigos de Fidel

En su memorable Canción del Elegido, el trovador Silvio Rodríguez, al describir a Abel Santamaría Cuadrado, dice que «no se trataba de un hombre común, sino de un ser de otro mundo, de un animal de galaxia, que comprendió que la guerra era la paz del futuro, que lo más terrible se aprende enseguida, y lo hermoso nos cuesta la vida».

Y es que aquel joven apuesto e inteligente, nacido en el municipio villaclareño de Encrucijada, el 20 de octubre de 1927, era un ser excepcional, calificado con justicia por Fidel como «el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya resistencia lo inmortaliza ante la historia de Cuba».

En la formación de esas cualidades, mucho tuvieron que ver sus maestros Matilde Borroto, la misma que había enseñado a otro grande de la historia del pueblo, Jesús Menéndez Larrondo; y Eusebio Lima Recio, dos educadores de talla mayor que supieron bordar en él hondos sentimientos de humildad y patriotismo.

Cuentan algunos encrucijadenses que ante el deseo de su pequeño hijo, de apenas seis años, de asistir al colegio, Joaquina habló con la maestra, pero no había matrícula. Mas, Abelito, que no entendía aquellas razones, un día salió a la calle detrás de un policía y le dijo: «Oiga, lléveme para la escuela, que estoy regado y sin estudiar».

Ante la insistencia de la madre, la maestra Matilde le ofreció lo único que podía, un lugar en el piso, porque ya no le alcanzaban los pupitres en el aula de primer grado. Aquel día resultó uno de los más felices en la vida del pequeño Abel.

Un amigo suyo, Antonio García Lorenzo, más conocido por Aldo, nos narró hace algunos años otra anécdota que dice mucho de los valores que habitaban en su compañero de infancia: «Era un muchacho común y corriente, como los demás. Lo único que lo distinguía del resto de los alumnos del maestro Eusebio Lima era su inteligencia y la pasión por el estudio.

«Un día, mi amigo llegó muy contento a su casa porque había ganado un concurso sobre el Apóstol, con un escrito que hizo, y le dijo a Joaquina: “Mira, mamá, gané esto en la escuela”, y le enseñó el diploma, nombrado Los Tres Reyes de la Patria. Entonces la madre expresó, medio defraudada: “¡Ay, hijo, yo pensaba que te iban a dar una beca!”, a lo que Abel añadió: “No importa, mamá, gané esto por escribir sobre Martí”».

Bárbara Vergara Rodríguez, vecina del central que se honra al llevar el nombre de Abel, nos reveló otra anécdota que evidencia la grandeza de aquel joven: «Cierto día mi papá, Martín Vergara, fue a la tienda a comprar algún sustento para la familia; que, por cierto, era bien pobre, rogándole a Casiano Luzarraga que le fiara algo hasta el día del cobro, a lo cual el dueño del establecimiento se negó. Al presenciar aquella escena, Abelito, que estaba cerca, saltó como un bólido y dijo: “Dale los mandados que él quiere y me lo descuentas de mi salario”, gesto que mi papá nunca olvidó».

FIDEL Y ABEL,UNA RELACIÓN DE HERMANOS

Cuando Abel Santamaría llegó a La Habana, ya llevaba consigo una formación cívica ejemplar que habían sembrado en él sus padres y sus maestros, quienes supieron cultivar en El Polaco, como lo llamaban en su natal Encrucijada, las semillas del descontento ante lo mal hecho y el enfrentamiento consecuente a las injusticias.

Por razones como esas, desde que Fidel y Abel se conocieron, el 1ro. de mayo de 1952, en el cementerio de Colón, resultó fácil la comunión de ideales y principios, basados en una profunda conciencia de la necesidad de cambiar los destinos de la Cuba neocolonial que les tocó vivir, para lo cual José Martí sería el faro conductor que los guiaría

«¡Yeyé, Yeyé!», le dijo Abel a su hermana Haydee: «He conocido al hombre que cambiará los destinos de Cuba! ¡Se llama Fidel y es Martí en persona!».

Tal llegó a ser la confianza entre ambos, que El Gaito, como también se le conocía, era la única persona que sabía con certeza en qué andaba Fidel Castro, antes de las acciones que condujeron al ataque a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.

De igual manera, cuando Fidel debió decidir quién lo secundaría al frente de las acciones del 26 de Julio de 1953 y, en caso de que él cayera, pudiera darle continuidad al proceso, no dudó un instante en seleccionar al joven de apenas 25 años, Abel Santamaría Cuadrado, al que, con justicia, consideraba como «el alma del Movimiento».

Por eso, aquella madrugada, ya a punto de partir hacia el Moncada, cuando el líder de la Revolución distribuyó sus tropas y colocó en los lugares de mayor complejidad a los más capaces y más temerarios, trató de proteger a Abel enviándolo a ocupar el Hospital Civil Saturnino Lora, decisión que para nada agradó al joven encrucijadense, que protestó de manera vehemente ante el Jefe de la acción:

«Yo no voy al hospital –le dice–, al hospital que vayan las mujeres y el médico, yo tengo que pelear si hay pelea, que otros pasen los discos y repartan las proclamas», a lo cual Fidel ripostó con energía: «Tú tienes que ir al hospital civil, Abel, porque yo te lo ordeno; vas tú porque yo soy el jefe y tengo que ir al frente de los hombres; tú eres el segundo, yo posiblemente no voy a regresar con vida».

Ante la orden, Abel respondió: «No vamos a hacer como hizo Martí, ir tú al lugar más peligroso e inmolarte cuando más falta haces a todos». Es entonces cuando Fidel, comprendiendo la preocupación del segundo jefe de la acción, le pone las manos sobre los hombros y, persuasivo, le dice: «Yo voy al cuartel y tú vas al hospital, porque tú eres el alma de este Movimiento, y si yo muero tú me reemplazarás». Tal era la confianza de Fidel en su amigo.

Años más tarde, su hermana Haydee contaba que «el único deseo de Abel era que Fidel viviera, porque él sabía que, con Fidel, se hacía la Revolución. Abel nunca se planteó vivir él, y él era la vida misma», afirmaba Yeyé.

¡MORIR POR LA PATRIA ES VIVIR!

Al segundo mes de la estancia de Ernesto Tizol en Santiago de Cuba arribó a ese lugar un supuesto colaborador, quien compartiría las labores con él: Abel Santamaría Cuadrado, quien venía acompañado de una mujer –presuntamente su esposa– que resultó ser su hermana Haydee.

El 25 de julio, en vísperas de la acción, a las diez en punto llegó Fidel a la granjita Siboney, disponiéndose al instante para hablarle a la bisoña tropa. También el segundo jefe del Movimiento arengó a los combatientes:

«Es necesario que todos vayamos con fe en el triunfo nuestro mañana; pero si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota, porque lo que pase allí se sabrá algún día. La historia lo registrará, y nuestra disposición de morir por la Patria será imitada por todos los jóvenes de Cuba, nuestro ejemplo merece el sacrificio y mitiga el dolor que podemos causarles a nuestros padres y demás seres queridos: ¡Morir por la Patria es vivir!».

Cerca de las 3:00 a.m., tras regresar de un nuevo viaje a la ciudad, Fidel despertó a la tropa y les dijo: «Ya conocen ustedes el objetivo. El plan sin duda alguna es peligroso, y todo el que salga conmigo debe hacerlo por su voluntad. Aún están a tiempo para decidirse. De todos modos algunos tendrán que quedarse por falta de armas. Los que estén determinados a ir den un paso al frente». Absolutamente todos mostraron la decisión de marchar al peligro.

Momentos antes de que los primeros autos irrumpieran en el Moncada, Abel Santamaría, el doctor Mario Muñoz Monroy, Julio Trigo, Melba Hernández, Haydee Santamaría y algunos jóvenes más entraron en el hospital.

Abel, que iba vestido de militar, sostuvo una rápida conversación con el policía que guardaba la entrada principal del hospital, a quien explicó que no era el Ejército, sino el pueblo el que iba a ocupar el hospital. Tan pronto estuvieron dentro de la institución sanitaria comenzaron a escucharse disparos en el cuartel, lo cual hizo pensar a Abel que algo había fallado, y que debían combatir.

Ante el fracaso del factor sorpresa, Fidel ordena la retirada y envía a Fernando Chenard para avisarle al segundo jefe del Movimiento, quien desde el hospital civil Saturnino Lora respaldaba la acción principal. El emisario nunca llegó, pues antes fue capturado y luego asesinado por la soldadesca batistiana.

En esa situación, muy pronto comenzaron a llegar los primeros combatientes al Saturnino Lora, en busca de protección. Tras ellos, en su persecución, entraron miembros de la Policía y del Ejército. Los revolucionarios, que se habían ocultado en las camas de los enfermos, fueron delatados, y uno a uno fueron sacados a culatazos y patadas. Mas, faltaban las mujeres, por lo cual el chivato insistió a los soldados en que estaban en la sala de los niños.

«Esas –dijo señalando a Melba y a Haydee– no son enfermeras ni madres, esas vinieron con ellos, y también aquel disfrazado de médico» indicando para el doctor Muñoz.

Mientras el galeno y las dos mujeres marchaban del Hospital Saturnino Lora al cuartel, por la Avenida de las Enfermeras, los custodios dejaron que Mario Muñoz se adelantara unos 20 pasos y, gritando «¡Disparen, que huyen!», asesinaron al médico del Moncada.

Abel fue llevado con los demás a los calabozos, lo interrogaron y lo torturaron; pero de sus labios no salió una palabra que pudiera comprometer a sus compañeros, ni dar una pista sobre el jefe del Movimiento. Le traspasaron un muslo de un bayonetazo, sacaron sus ojos y se los mostraron a su hermana para que hablara. Ella les respondió a los criminales que si él no había hablado, ella tampoco lo haría.

Con solo 25 años, la tiranía apagó la vida de Abel, quien sin duda fue el más leal de los amigos de Fidel. Una frase dicha a su hermana antes de ser asesinado encerraría su verdadera pasión por la vida: «Es mejor saber morir, para vivir siempre».

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Granma

Órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Fundado el 3 de octubre de 1965. Disponible en la web como diario desde julio de 1997.

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