La libertad sobre las ruedas de una campaña o la Alfabetización

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Mi abuelo materno poco sabía de letras y números. Después de los 10 años tuvo que agarrar la guataca para limpiar la siembra que le daría comida a la familia. Mi abuelo materno me ponía a rellenar las hojas de rutas y los papeles del trabajo cuando yo tenía 13 años y él peinaba canas, su caligrafía parecían garabatos a la azar.

Mi abuelo materno aprendió a leer y escribir cuando la Campaña de Alfabetización le tocó a la puerta y para ese entonces sus manos estaban ceñidas por los callos de la vida.

Dicen que un día uno de sus hijos quiso darle la espalda a una beca porque implicaba salir de Cuba. Dicen también que le cogió por la mano y le llevó a comprar un machete. “A partir de mañana comienzas a trabajar conmigo en el campo”, le anunció sin miramientos. Dicen que cuando el hijo se graduó en medio de aquel frío hubo un silencio, un espasmo que le recordaba aquel padre que siempre quiso estudiar y no pudo.

La idea de erradicar el analfabetismo en Cuba estaba cosida al programa revolucionario de la generación del Centenario, a la hoja gubernamental de Fidel Castro Ruz. Estaba en la lista de las mujeres que en la clandestinidad le arrancaba un pedazo a la Isla neocolonial, estaba en las prioridades de un pueblo que ansiaba emanciparse y salir a la luz.

A principios del año 1961 la idea se convirtió en flor y la Campaña Nacional de Alfabetización plantó raíces en el país. Cientos de miles de jóvenes alfabetizadores comenzaron a llegar a los lugares a los que habían  sido asignados cargando en sus mochilas el Manual de Alfabetización, la Cartilla Venceremos y el libro Ahorrar, producir y organizar. También un farol chino.

A inicios de la década del 50 del siglo pasado en Cuba el 23, 5 por ciento de la población censada en la nación, o sea más de un millón 32 mil no sabía leer ni escribir. Hoy es un derecho consumado. Los niños van a la escuela y no al campo.

La Campaña de Alfabetización dio la oportunidad a quienes no podían costear los estudios y ello transformó a las familias, les dio un vuelco a los jóvenes de aquella época. Hoy es historia como mismo lo es el florecimiento de las plantas una vez que llega el otoño.

Mi abuelo materno me pedía que llenara sus papeles del trabajo y le leyera el periódico mientras se mecía en el único sillón de la casa. Yo pude ser él, muchos pudieron ser él. Nos salvó haber nacido luego que la rueda de la alfabetización pasó y limpió toda sombra educativa.

Mi abuelo materno hubiese sido periodista, médico, ingeniero…, pero tuvo muy temprano la guataca sobre sus manos.

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Zulariam Pérez Martí

Periodista graduada en la Universidad Marta Abreu de Las Villas.

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