La boda de José Gregorio Martínez

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Fue una noche fresca y conversábamos, tranquilos, como acostumbrábamos, algún fin de mes acabados de cobrar nuestros salarios de mensajeros y dependientes de respectivas bodegas. Ante una botella de cerveza Hatuey, que compartíamos para ahorrar, me dijo algo que no he olvidado. Eran días de febrero de 1957 e insistía en casarse con Osdalia, su linda novia, rubia, de espléndidos ojos, “esas chispas verdes de las que me he vuelto un adicto”, decía.

Creo que yo era el único que lo comprendía frente a la protesta de los amigos, quienes consideraban una tremenda locura establecer un hogar en medio de la lucha antibatistiana, en la cual estaba peligrosamente inmerso. Apoyaba a la pareja en esa idea triste, pero tan valiente, porque compartía su pensamiento de tan inseguro futuro en medio de la represión, que querían vivir juntos, aunque fuere con zozobra, tan siquiera un poco de tiempo para dar vuelo a su pasión. En agradecimiento, me escogieron como testigo de la boda.

Pero fue aquella noche fresca de febrero cuando “El Yanqui” —como lo llamábamos por su parecido físico con los anglosajones— me dijo, como un epitafio…

“El hombre se hace revolucionario por amor. Es la misma pasta del poeta. Y para ese poeta de la acción, el amor a la vida tiene que expresarse con la muerte. Esa es la gran contradicción. Quien más ama a la vida tiene que estar dispuesto a morir a cada instante. Es como un desgarramiento. Aunque tampoco puede pensarse mucho en eso porque la mucha meditación suprime el acto. Hay que lanzarse para ver qué pasa y confiar en que suceda lo mejor. Eso no es muy filosófico, pero hay tantas cosas que carecen de explicación…”.

Formalizaron la boda la noche del 9 de marzo, ante el notario, allí en la casita de portal alto de la abuela de ella (Castillo, casi esquina a Hourruitiner), repleta de sus amigos. Uno de ellos llegó retrasado, no podía entrar y desde el umbral miró a los presentes y tan jaranero y jovial como José Gregorio, espetó en voz alta: “¡Coñooo!, si llega la Policía, ¡se jodió el 26 de Julio en Cienfuegos…!”. En medio de las carcajadas del novio, los demás querían matar al chusco aquel por la broma indiscreta que, por suerte, no tuvo consecuencias.

Alquilaron un apartamento en San Carlos, entre Prado y Cristina, donde vivieron durante casi seis meses…

Faltaron cuatro días para completar los 180 de su eterno amor y a él, 19 para cumplir sus 25 años. Lo impidió aquella bala de francotirador que, desde una azotea vecina, le coronó la frente de gloria cuando sobre el colegio San Lorenzo era gladiador miliciano que trataba de abatir con el fusil Garand —que cambió por su ametralladora Thompson— a un avión que disparaba sobre los barrios civiles para castigar a la ciudad sublevada. Quedó allí, sobre la azotea, inmóvil, quieto. ¡Quieto él!

No sé si en el segundo previo a la muerte pensó en sus compañeros de célula; en sus condiscípulos de la Escuela de Comercio que lo habían elegido delegado de la Asociación de Alumnos; o si recordó a su abuelo querido que, para salvarle la vida, quiso pagarle a la pareja un largo viaje a Miami para pasear o abrir un negocio, oferta que declinaron ambos; o a sus padres; o a sus hermanos; o a los pequeños goces de la vida que disfrutaba entre tensiones: las fritas del carro de “El Gordo” al costado del cine Luisa, los chapuzones en la playita de Elpidia y siempre, siempre, el amor de su Osdalia, con quien compartía la vista del atardecer cantando Luna cienfueguera, recitando a José Ángel Buesa, releyendo La Historia me Absolverá, compartiendo besos furtivos y los sueños del futuro… ¿Pensaría en ella cuando se despidieron amorosamente esa misma madrugada en que salió ¡tan feliz! a la cita de Cayo Loco?

No lo sabremos nunca… Pero desde esa tarde del 5 de septiembre, José Gregorio coexiste al lado del mar, sobre la bahía, en las tierras fértiles, en las nuevas fábricas, hospitales y escuelas, en los niños y niñas que ríen, sueñan y aman, como él lo hacía. Y a veces, algunos creemos de pronto que los jóvenes que nos flanquean ahora se le parecen tanto que queremos abrazarlos.

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Andrés García Suárez

Periodista, historiador e investigador cienfueguero. Fue fundador de 5 de Septiembre, donde se desempeñó como subdirector hasta su jubilación.

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