Venga guano, que estamos en el caballete y hay que terminar temprano

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De muchacho recuerdo haber asistido dos o tres veces al espectáculo comunero de una junta para la cobija de una casa con guano de palma cana.

Aquel acontecimiento, propio a la vez de la necesidad habitacional y una cultura de la convivencia, parece en vías de extinción, porque ya (casi) nadie techa con las hojas de la palmácea que crece en las sabanas de la Isla.

Las tejas francesas o criollas, las placas de hormigón armado, el fibrocem y más tarde el zinc venezolano sustituyeron casi por completo las cubiertas de guano que moteaban el paisaje de la campiña insular.

Para llegar a la junta de cobija, con su premio final de un fricasé de guanajo o masas de puerco asadas en cazuela, primero había que recolectar las pencas de guano cana; en mi zona en potreros aledaños a Santiago de Cartagena, o Soledad, un sitio ubicado por esos mismos rumbos.

Me lo confirmó mi padre, que en sus años finales aún recordaba con exactitud el día de diciembre de 1960 en que extrajo de aquellos sabanazos dos cortes de guano de cien caballos cada uno. Un caballo equivale a un centenar de pencas, a diferencia del palmiche, que la misma unidad de medida consta solo de diez racimos.

En el propio viaje recolector a La Sabana, un día sí se iba en camión y hasta tres en épocas de las carretas de rueda de palo tiradas por bueyes, podían acopiarse también las varas de yuraguano, muy buenas para fabricar el entramado forestal que soportaría luego la techumbre ecológica.

Otro paso previo a la junta era apuntillar las pencas que los cobijadores clavarían en los cujes transversales.

Terminados los preparativos (aseguramientos diría un burócrata), al fin llegaba la jornada que dotaría de techo a un nuevo hogar campesino.

Para los chiquillos aquello era una especie de fiesta, mientras los mayores trabajaban masculinamente serios, pero sin dejar de recordar un jonrón de Joe Di Maggio o comentar de la última muchacha de la zona escapada de la casa paterna, jinete a la grupa de la potranca del novio afortunado. Como si estuviera posando para Carlos Enríquez, me las imagino ahora.

Un pie en el “burro”, especie de estribo o aparejo, y otro en el aire, los cobijadores eran los verdaderos protagonistas de la junta.

Mi abuelo José integraba junto a Carlitos Iglesias y Pepe Reyes un trío para respetar, cuando de cobijar se trataba, por aquellos parajes irrigados por el río Anaya. También testimonio de mi viejo.

Una vez concluida, la cobija precisaba de dos remates. Uno superior, el caballete. Algo así como una cúpula hecha con yaguas y sostenida por la horizontalidad paralela de un par de largas cañabravas.

El otro tenía que ver con el detalle estético de recortar la parte sobrante de la primera hilada de pencas para conformar el alero de la vivienda guajira, bajo el cual en noches de luna llena bastaría que uno de los hombres de la casa recostara un taburete a la pared de tablas y el coro de chiquillos nos quedáramos embelesados en el descubrimiento de la estrella Polar, la Osa Mayor u otro grupo estelar al que la rústica astronomía de los campesinos nombraba El Arado.

Mientras terminaba de teclear estas líneas algún duende me canturreó a la oreja aquella guarachita de tiempos pasados, ¿sería de Los Compadres? (mi memoria musical es más flaca que la mulata de Sabina): “Venga guano, caballero, venga guano, que estamos en el caballete y hay que terminar temprano”.

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Francisco G. Navarro

Periodista de Cienfuegos. Corresponsal de la agencia Prensa Latina.

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