Un mundo a dos, entre la sangre y las nieves (I Parte)

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La humillación, a los primeros años, es cuando más duele, porque aún no se descubre bien su origen u objetivos, ni se sabe que es uno de los mecanismos de ataque/defensa de cierta franja de la especie humana tan desvalida de afectos como sobrada de agravios.

El rostro demudado del agredido ante el patán atacante de la escuela; la temerosa mirada de reojo del indefenso hacia las comarcas de esa, la hiena generacional que le entorpecerá el paso al baño, al patio de recreo, la salida del colegio, dejándole cada vez menos espacio de tránsito, más angosto su círculo de vida dentro de los recovecos menos concurridos del recinto. Faz pálida, pies tremolantes, pecho y pulso en aprietos, y un extraño sabor en la boca, procurado entre la angustia y el miedo.

Es una suerte de calvario primigenio, nacido, por norma, de cualquier signo de diferencia no asumido por la normativa colegial, de cuyo centro destructivo solo ciertas estrategias de supervivencia, la imaginación a plazo cercano y el tiempo a fecha final, permitirán escapar a ese Otro más introvertido, retraído, tímido, inteligente, bajo, gordo, bizco, cabezón, homosexual, dispar en rasgos étnicos… En fin, la contraparte a veces no encajable dentro del canon de crueles sociabilidades interescolares. Sucede igual doquiera, con sus variantes, pero bajo patrón similar; aquí, en Estados Unidos, Japón, España o en la Suecia de 1982, donde discurre la trama de Déjame entrar (Lat den rätte komma in, Tomas Alfredson, 2008).

El abusado niño Oskar tiene la dicha única de encontrarse con una vampira coetánea, quien le hará sortear su pena y de paso le regalará algunas verdades seculares sobre la naturaleza humana (vaya paradoja, proviniendo de quien ya no lo es).

La criatura de la noche con quien se encuentra Oskar -hijo de padres separados, ahíto de enclaustres y añorante de atención- también le hubiera convenido a Coraline, la pequeña peliazul del filme homónimo dirigido por Henry Selick en 2009, como igual le habría atraído a Max, el chico-personaje protagónico de Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, Spike Jonze, 2009), con quienes el preadolescente de la cinta nórdica posee vasos comunicantes.

Las tres obras integran, valga sugerirlo, una zona a atender dentro del cine más reciente, a partir de la fértil vinculación que establecen entre las instancias soledad infantil/hostilidad exterior/acritud de un entorno de desatención por parte de los adultos /fabricación de escudos de protección emocionales por la vía de negrísimos universos imaginarios, desdibujados entre lo ilusorio y lo real.

(Continuará…)

(Texto publicado originalmente en la versión impresa de la revista Cine Cubano)

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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