Siempre habrá boleros

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Si se busca el significado exacto del término “bolero”, encontraremos más de uno; en música, sabemos que se trata de un género ampliamente difundido. No extraña que le hallemos un sinnúmero de “apellidos”, entre ellos bolero mexicano, puertorriqueño, venezolano, chileno y el imprescindible bolero cubano, que dio a todos los demás su información genética.

Otros países poseen facturas musicales de idéntica denominación, pero musicalmente distintas a la que nos ocupa. El nuestro nada tiene que ver con el Bolero del francés Maurice Ravel, ni con los de España, que datan de hace más de tres siglos, aunque la forma latina, en particular desde México, ha ejercido fuerte influencia en sus autores contemporáneos.

Verdad de Perogrullo es que en el contexto latinoamericano, el bolero cubano fue el punto de partida con que influyó en todas las modalidades conocidas que aparecieron después. Es por eso que al mencionar este género y ubicarlo en su época, entre la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX hasta la fecha, todos los caminos conducen a Cuba como la cuna del bolero.

Es un género migrante como cualquier manifestación artística, y en cada punto de la geografía se metamorfosea hasta adoptar formas y expresiones que lo distinguen de los cultivados en otras latitudes y de su propia matriz primigenia.

El bolero cubano fue la plataforma de despegue para el bolero latinoamericano. Algunos atribuyen al nuestro una relación con el danzón, cuestión esta algo controversial si tenemos en cuenta que el primer bolero del que se tiene referencia (Tristeza, de José “Pepe” Sánchez) data de 1883, en Santiago de Cuba. Mientras, el primer danzón (Las alturas de Simpson, de Miguel Faílde), fue estrenado en 1879. Significa que el primer danzón se anticipó cuatro años al primer bolero, tiempo no suficiente para considerar a uno derivado del otro. Sería más probable reconocer que ambos —danzón y bolero— hayan bebido de la contradanza del siglo XVIII para emprender cada uno su propio derrotero. El bolero en particular, como derivado también de ritmos afrocubanos. Añadamos que Tristeza se estrenó con guitarra y percusión, esta última como base rítmica del naciente género.

La génesis del bolero nos remite asimismo a Manuel Saumell, cuyas contradanzas en opinión de expertos portan las células rítmicas de géneros posteriores de la música cubana, entre ellos el bolero.

En su dimensión cubana se caracteriza por ser cadencioso, suave y romántico. Se baila en pareja a ritmo lento y tiene un contenido sentimental que llega a ser poético; no en vano muchos lo califican “la crónica del amor”.

Cuba ha contado y cuenta con incontables cultores. Abundan boleristas que componen, cantan y se acompañan de su instrumento quienes, al asumir las tres condiciones, devienen en trovadores de talla completa.

Caso especial el de los cultores del filin —más que género, un estilo de la cancionística— con nombres icónicos como José Antonio Méndez, Ángel Díaz, Marta Valdés, Frank Domínguez y César Portillo de la Luz, figura cimera a quien la edición 35 del Festival Boleros de Oro recuerda en el centenario de su natalicio.

El festival comenzó con una gala inaugural en la sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba y sus actividades se extienden hasta el próximo 26 de junio.

Aunque este año asume categoría nacional, Boleros de Oro sigue siendo una fiesta de la música latinoamericana, esta vez asumido dicho género como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación Cubana.

Presente en bailes, recitales y serenatas, lo mismo que en el íntimo sentir por cuitas, romances y encuentros en la intimidad, es un género que llegó para permanecer en los corazones de la gente enamorada porque siempre que exista amor, habrá boleros.

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