Nueces para el amor: un romance enfermo de opresiones

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Alberto Lecchi supo tomar de maestros como Bemberg, Olivera, Ayala, Saura y Aristaraín parte de lo benigno de la influencia suministrada al calor de los casi 40 rodajes en los que fungió de asistente de dirección de estos realizadores, con quienes aprendió a hablar cinematográficamente. Comenzó a articular palabras rápido el señor; ni siquiera hubo balbuceos en un cineasta que inició fluido diálogo con el espectador en 1993 por intermedio del thriller Perdido por perdido.


El realizador de El dedo en la llaga, Apariencias y Déjala correr, ambas de 2001, integra esa no muy concurrida fila de directores argentinos que en materia de abordaje de los géneros, estructural, composicional, habríamos de definir como políticamente correctos, sin acusables ambiciones de estilo, ni intenciones rupturistas. Observadores, sin ambages, de un compromiso con la taquilla e industria que ellos mismos se encargan de subrayar en sus declaraciones: algo redundante, con verse sus películas no hace falta que hablen.

Lecchi, sin embargo y pese a todo, es uno de los directores suramericanos que más mañas le saben al oficio, y a sus películas podrá endilgársele cualquier calificativo, menos el de sosas. Es el suyo un cine vivaz, ágil, aunque muy afincado en lo industrial. Este Ron Howard a la argentina extrapola sin mucha novedad pero con bastante soltura el serial killer movies americano en Secretos compartidos (1998); sabe administrar muy bien los grados tensionales en su no obstante menor Operación Fangio y recicla no solo “lindamente”, sino con astucia, pericia y rigor las clásicas love stories en Nueces para el amor (1999).

Pese al recelo que podría ocasionar el en apariencias meloso titulito (justificado por la trama), Nueces… deviene un profundo, conmovedor -sin trampas emotivas que ocluyen la razón-, auténtico relato fílmico enclavado de lleno y sin sonrojos, porque no habría porqué tenerlos, en la tradición de eso que cuando todavía existían los géneros puros solía llamarse drama sentimental.

Nueces para el amor no es, para nada, una película dulzona, tristona, crepuscular, sonsacante, lacrimógena, meliflua y almibarada.

Lecchi se contiene en todo momento de meter las narices en el dulce, aunque el hombre esté en los límites de la tierra de los pasteles, por lo cual precisa ponderarse su labor aun más.

Su obra es, sencillamente, el diáfano diagnóstico de un amor enfermo de opresiones externas, contextos de terror, abruptas rupturas, inopinados retornos, amargas decisiones, tropiezos impensables, canalladas de la mente. Un amor curado, a la postre, por la medicina que el propio destino le hizo fabricar como antídoto a su inviabilidad en el tiempo: la pasión inmarcesible y el mutuo entendimiento de dos seres humanos, pese a todos y todo, hechos para estar juntos desde su eterna separación. Un amor, no obstante -no existirían siglos de historia literaria y fílmica de no estarlo-, inextricablemente sometido a un fatum tan poderoso como para impedir, en los recorridos constantes del calendario, la liberación total de sus amarres. Una alianza bella, límpida, tan tópica, tan común en tantas cosas  a la de cualquier pareja entres sexos opuestos: la base de la vida por los siglos de los siglos, bien le pese a algún asexuado esteta posmoderno.

Lecchi, coguionista, narra formidablemente en la que representa su pieza más madura, su trabajo más arduo y arriesgado hasta el momento de la irrupción del filme. Hay -salvo en la estragada en su ausencia de pulso zona resolutiva- compensación, equilibrio en el tratamiento dramático, cromático (matices diferentes según la etapa planteada) de los distintos ciclos descritos en el arco temporal trazado por esta historia que arranca en la Argentina de los militares asesinos al servicio de Washington como parte de la Operación Cóndor, brinca a la España de los ’80 y ¿cierra? en el Buenos Aires de fin de milenio.

A propósito, Lecchi aprovecha el telón de fondo de parte de la narración para patentizar, sin sobredimensiones, su asco por esa dictadura sangrienta que enlutó a su país (como a todo el Cono Sur) bajo la guía de la Casa Blanca, los indultos del alevoso Ménem (antecedente de Macri) a los criminales y una serie de puntos espinosos del contextual escenario sociopolítico argentino más contemporáneo.

Y, hábil en la conducción actoral, logra que sus protagónicos, la española Ariadna Gil y el local Gastón Pauls, alcancen elevadísimas cotas de realización artística. La película se convertiría en únicamente buena tinta en cuartilla sin este par de intérpretes que la toman en sus manos, se le meten dentro de la sangre, la modelan y cristalizan la misión colectiva de darle forma.

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Julio Martínez Molina

Licenciado en Periodismo por la Universidad de La Habana. Periodista del diario 5 de Septiembre y crítico audiovisual. Miembro de la UPEC, la UNEAC, la FIPRESCI y la Asociación Cubana de la Crítica Cinematográfica

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