No estuve en esa guagua, pero me imagino…

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Te voy a hacer una anécdota sobre la buena memoria imaginativa. Viajaban juntos dos hombres al regreso de una guerra. El primero contaba a otros colegas sobre los pormenores y sobresaltos de la última batalla decisiva. Cuando terminó su relato, el segundo hombre dijo:

“Pero usted no estuvo allí. Yo era el jefe de un pelotón y no recuerdo su rostro.”

El primero sonrió.

“No estuve, — confesó. Yo era el radista. Escuché y transmití el desarrollo de la batalla”.

El otro quedó pensativo un rato. Al cabo concedió, admirado:

“Pero tal y como lo cuentas ocurrió; parece como si lo hubieras vivido”.

Quizás sea posible recordar sucesos no experimentados en persona, si se leen los ochenta y cinco poemas en prosa que viajan apretujados en La guagua de Babel (Premio Nicolás Guillén, Letras Cubanas, 2023), escrito por Carlos Esquivel, que será presentado en la Feria del Libro de Cienfuegos.

Desde el inicio, el sujeto lírico dice que no irá a ningún lado “Esta es la novela de las ningunas cosas, de los ningunos viajes”, y sin embargo, parte a muchos lugares, siguiendo el antitético rol del viajero inmóvil (el reflexivo, meditabundo, que engarza recuerdos y realidades), bien conocido en sustanciosas obras de todos los géneros.

Pero claro está que se engaña al lector, pues el protagonista de esta obra se enamora, lo que no le impide seguir viaje: “En Madrid conocí a Blanca, amiga de Javier Cercas, y de la que me enamoré (…) Pero había algo que llamaban viaje que Blanca no iba a entender. Era una pared sumergida, un aire empujando para salir”.

La idea de lo continuo y lo discontinuo, del flujo y el obstáculo, atraviesa la obra como una obsesión. También el motivo de no querer nada, salvo acumular experiencias, o más preciso, examinar sus sentidos internos, el orden psíquico: “Quizás en ciertas cabezas el dinero está muerto. Un disparate creer que puedes comprar un montón de fragmentos y no comprar el estado bastante inusual de tus propias cosas”.

Esta revelación, sin embargo contradice el periplo del poeta, que tal parece no detenerse, moverse sin cesar por distintos países y ciudades: Madrid, Moscú, La Habana, México, Perú, Hamburgo, Estados Unidos, Amberes, Praga, Alemania, Sonora… y varias fronteras atravesadas en tráiler. Dice: “unos deseos de irnos a Canadá, reemplazados por los deseos de irnos a cualquier sitio”.

Y también, la decisión, la comprensión de que cuenta con su propia compañía: “Voy a soledades quemadas por la aceptación de ningún regreso”.

En esos vaivenes suben a la guagua de su propia cabeza: padre y madre, abuelo, hermana e hijo; escritores, artistas y filósofos admirados por el protagonista poético, quien a menudo se siente asesinado y muerto (solo comprendido por otros muertos), y otras veces, guerrero que descree de heroísmos inútiles y proletarios, y elige reencarnar en el acto de la creación literaria, creyéndose inimitable: “Me quedo siendo lo que soy. Una palabra que huye de otras palabras. Imposible reencarnar en mí”.

Bajo ese credo, blasfema contra la mala poesía, o vuelve a enamorarse (esta vez de una rusa), o da persistentes puñetazos al aburrimiento (ese viento tenaz), declarándose en “cordura transitoria”, como muchos seres fantásticos, profetas, o tigres de la filosofía; pues bien sabe que se puede escapar de la muerte pero no de la complicada inocencia de algunos.

Al final, la guagua indetenible de Esquivel, se detiene donde comenzó y anunció desde el principio: se detiene en sí mismo, en su propia tierra, en la posición ambivalente de irse o quedarse, de ser bueno y malo a un tiempo. Se detiene en el todo, en la Totalidad, en las putas y las santas, en los héroes y los buitres, en aquel que sabe pero ignora, en el que vence y se queda esclavo de su victoria.

Por ello recomiendo, amables lectores, que si ya están viajando en esa guagua de Esquivel, se bajen disimuladamente y en silencio en la próxima parada (que bien pudiera ser su próximo poemario); pues resulta muy peligroso realizar travesías junto a guerreros temerarios que en su primera juventud han querido conquistar y recomponer al mundo. Y que luego chocaron por accidente con esta ferocidad: la Poesía y su inagotable catarata.

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Ernesto Peña

Narrador y crítico. Premio Alejo Carpentier de Novela.

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