Lenguaje y convivencia

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El lenguaje, compuesto por palabras, tonos, gestos y silencios, es un ejercicio imprescindible para la comunicación y el desarrollo humanos. Lo que decimos, y cómo lo decimos, posee la paradójica de acercar y unir, o de distanciar y dividir, a veces sin que darnos cuenta.

El día a día exige paciencia, creatividad y resistencia emocional. En medio de eso, el lenguaje es una herramienta ideal. ¿Cuántas veces una frase dicha con afecto y comprensión no ha suavizado la cola más tensa, y le ha cambiado el ánimo a quien la recibe?

Salvo excepciones, las respuestas son favorables. Lamento reconocer que hay, quienes ante un llamado a la sensatez, por su parte exacerban la agresividad y cometen hechos que luego deben lamentar.

Es posible que muchos y muchas de quienes más necesiten entender la bondad del lenguaje, sean quienes menos se ocupen en leer esto.

La convivencia es el arte de compartir espacio, tiempo y destino. Arte devenido virtud, que depende en demasía de las palabras. Basta pensar en cómo saludamos. Acto que a la cortesía añade reconocimiento y afecto hacia la otra persona. Es decirle “te veo, me importa, ¿cómo estás?”

También existe el reverso. Hay palabras capaces de herir; en ocasiones una respuesta colérica desata conflictos evitables. De ahí la importancia de revisar lo que decimos, tanto como el tono, ritmo y volumen; tres factores que pueden interpretarse como “intencionalidad”. En la forma del lenguaje va cifrado cómo concebimos al otro.

Algunas veces basta con cambiar una palabra para modificar el clima de una conversación. Donde alguien dice “usted sí molesta”, podría decirse “disculpe, ¿podría ayudarme?”. La diferencia, más que cuestión de estilo, es ética, emocional y de relación.

Cada palabra puede ser una semilla de convivencia o de ruptura.

Los cubanos somos grandes conversadores. Narramos todo, desde cómo pelamos un boniato hasta la historia completa del vecino que acabamos de conocer. Semejante habilidad natural puede ser aliada si se la usa bien. En lugar de repetir frases irritantes, pudiéramos apostar por un lenguaje que construya, reconozca, e invite. No es fácil, aunque sí posible y en extremo necesaria.

La forma como nos expresamos revela quiénes somos, nuestra cultura y sentimientos. Quienes abogamos por una convivencia sana – la mayoría – estamos llamados a revisar nuestras palabras, con la misma responsabilidad del músico que afina su instrumento, para que suene bien.

Ante un momento acalorado en cualquier lugar o circunstancia, contemos hasta diez y ensayemos una forma de responder que no deje espacio a expresiones ofensivas ni desafiantes.

Al aceptar el reto, comprobaremos que el cambio, para bien, empieza con una palabra.

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