La prosperidad de otros también es mía

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Demasiado cara sabe todavía la prosperidad en la construcción del socialismo en Cuba, como si de veras rivalizara con ese ideal de bienestar común que anhelamos. Para algunos, erróneamente, así es; contrarios, incluso, a la voluntad del gobierno de fraguar otros caminos para acertar de una vez en la diana del desarrollo, y asidos a dogmas y viejas mentalidades que no dan la cuenta. Sin embargo, más de una década de apertura económica en el país, con amplia participación de actores privados y de otras formas de gestión no estatal, demuestra —aun cuando pudiera ser mayor el diapasón de flexibilidades— que lo único discorde con la meta del progreso son los esquemas de centralización aplicados durante tantos años.

El auge que vive el cuentapropismo vino a darle la razón a quienes apostaron por su impulso. Cuando se habla de que más de 600 mil cubanos ejercen en actividades asociadas a dicha modalidad de empleo, ese dato basta para discernir sobre su favorable impacto. Es una cifra multiplicada en más puestos de trabajo, más ingresos monetarios a través de los impuestos y más servicios. El fomento de negocios particulares ha propiciado, además, la aparición de prestaciones que ni siquiera existían y, por consecuencia, resulta más ligera la carga asumida por el Estado. De hecho, si hoy este puede centrar sus esfuerzos en el perfeccionamiento del sector empresarial —núcleo de la economía cubana—, responde, en gran medida, a los sacos de menos que pesan sobre su espalda.

Por supuesto, es una ecuación con beneficios individuales y familiares, pero también colectivos. Para muchos hogares, la ampliación del trabajo por cuenta propia, ahora extendido a una lista de 2 mil ocupaciones, representó la posibilidad de mejorar su condición económica y vivir con más holgura, tras años de carencias; al tiempo que el florecimiento de ese comercio privado de bienes y servicios —numeroso, diverso y de ofertas variadas— elevó igualmente las cotas de calidad de vida de sus potenciales clientes y usuarios. Un análisis ceñido solo a uno de estos aspectos sería desbalanceado e injusto.

Lo digo porque no han sido suficientes todas la estaciones vencidas, desde 2010 a la fecha, para zanjar los prejuicios que aún impiden un mayor despegue de la iniciativa cuentapropista en la Isla. Las aisladas expresiones de especulación y corrupción tienden muchas veces a generalizarse y oscurecen los aportes de un sector que ha probado su valía ofreciendo soluciones ágiles y concretas a las demandas de la población y del turismo, aseguró el presidente cubano Miguel Díaz-Canel Bermúdez durante un encuentro reciente con actores de las distintas formas de gestional no estatal.

El escenario de la pandemia de la Covid-19 muestra sobradas evidencias de tales contribuciones. Los vínculos entre la industria, las instituciones científicas y los emprendedores permitieron, por ejemplo, la fabricación de protectores faciales, válvulas para el sistema de respiración asistida y otras piezas de repuesto para equipos médicos. Aquí mismo en Cienfuegos, varios negocios locales donaron máscaras protectoras y nasobucos para los trabajadores de Salud Pública, y cada vez son más expandidos los nexos con organismos estatales. En inversiones constructivas, obras industriales y proyectos de restauración patrimonial, consta la huella del trabajador por cuenta propia en este territorio del centro sur de Cuba. No obstante, ninguno de esos méritos consigue borrar la sombra de quienes temen por el éxito del modelo privado y sus eventuales porrazos a la equidad.

Ahora, está claro: no se puede ser próspero sin riqueza acumulada y, sobre todo, sin aspirar a que así sea. El dibujo de cualquier otra intención deviene utópico. Por ello, la Constitución de la República, aprobada por abrumadora mayoría en 2019, establece que “la concentración de la propiedad en personas naturales y jurídicas no estatales es regulada por el Estado”. Esto no niega su existencia ni alcance; solo fija límites que armonicen con los valores socialistas y de justicia social enarbolados.

En un texto anterior (La casta cubana de los Rockefeller), publicado hace cuatro años en las ediciones digital e impresa de 5 de Septiembre, fui concluyente respecto al tema: “Perfeccionar los mecanismos de regulación permitirá, sin dudas, controlar cualquier tipo de exceso, pero no garantiza la igualdad por la que muchos velan. Esa se sustenta sobre la base de nuestros derechos, en los espacios de inclusión social instaurados y en el acceso de todos a las mismas oportunidades (…) A fin de cuentas —opiné entonces — desigualdades existen en nuestra sociedad desde hace rato, vinculadas a los ingresos que percibe la población: algunos como resultado de su trabajo o mediante la recepción de remesas; otros, reyes ‘por arte de magia’”. En las condiciones económicas actuales, la realidad descrita se torna, incluso, aún más compleja de sobrellevar.

La decisión de soltar riendas al desarrollo de las pequeñas y medianas empresas (Pymes) —anunciada hace pocos días en sesión del Consejo de Ministros—, no disiente de nuestro pensamiento como país, ni supone un tiro al aire; más bien revela esa necesidad de sumar a otros entes al engranaje productivo de la nación, en pos de crecer y crear mayores niveles de riqueza para respaldar, precisamente, la redistribución equitativa que proclamamos. El tránsito hacia una economía multisectorial, con la participación de disímiles actores (privados, cooperativistas, estatales) obliga a despojarnos de los estigmas y obstáculos que hacen de la prosperidad un sueño irrealizable. Si es para todos, también debe construirse con todos.

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Roberto Alfonso Lara

Licenciado en Periodismo. Máster en Ciencias de la Comunicación.

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