La musicalidad de un nombre

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Ante ella el alma responde, porque hay mucho de humano en el acto de nombrar. Más que identificar, es reconocer. El nombre propio es una melodía íntima, clave secreta que abre la puerta hacia la intimidad del ser. Cuando alguien nos llama por nuestro nombre, nos afirma, nos dignifica y recuerda que somos únicos en medio del ruido del mundo.

En la infancia, el nombre es abrigo contra el frío, y ventana para la brisa. Lo pronuncian los padres con cariño, los maestros con autoridad, los amigos con ánimo de complicidad. Las abuelitas lo articulan con ternura. En sus sílabas hay historia, afecto y pertenencia.

Basta que alguien nos llame por el apellido para que el tono cambie. El apellido es útil, cierto, pero abruptamente impersonal. Es el eco de una ficha, expediente, o lista que muchas veces antepone muros a la empatía.

El nombre, en cambio, es melodía que acaricia al oído, tiende caminos y acorta espacios.

En Cuba, donde los apodos abundan como los mangos en verano, es común que la gente se llame “El Flaco”, “La China”, “El Profe”, “La Gorda”. A veces con cariño, otras con descuido. Aunque hay una diferencia entre el apodo nacido del afecto y el que borra la identidad. Si alguien deja de ser “María Elena” para convertirse en “La Loca”, algo ahí se pierde. El nombre es el primer derecho, el primer poema que nos pertenece.

El nombre de cada cual destila sano orgullo, memoria y raíz. A pesar de que nadie lo escoge al nacer, se convierte en historia que nos precede y proyecta.

¡Su efecto contiene magia!

Una anécdota ilustra esta verdad. En una escuela rural, un maestro solía llamar a sus alumnos por el apellido. “Rodríguez, lea en voz alta”. “Pérez, salga al pizarrón”. Hasta que un día, una niña levantó la mano y dijo: “Profe, ¿usted sabe cómo me llamo?”. El maestro, sorprendido, admitió que no. “Me llamo Lucía”, dijo la niña. “Y me gusta que me llamen así”. Desde entonces, el maestro cambió su costumbre. Y la clase, sin saberlo, se tornó más humana.

Llamar a alguien por su nombre es un acto de respeto; también de escucha. Es como decir: “te veo”, “te reconozco”, “te valoro”. En cualquier parte el nombre propio devuelve la dignidad que a veces se pierde entre formularios y protocolos.

“¿Cómo se llama usted?”, debería ser siempre la primera pregunta.

Hay nombres que tañen como campanas, otros como susurros. Cada uno conlleva una música que nos pertenece. Cuando alguien la pronuncia con afecto, el alma responde. Porque el nombre es el primer poema que nos escribieron, y cada vez que lo escuchamos, volvemos a casa, que es decir a nuestros orígenes.

Amiga y amigo que lees. La próxima vez que te cruces con alguien, no te refieras a “el señor de la esquina” o “la muchacha de enfrente”. Notarás y verás cómo cambia el gesto, y se le ilumina el rostro. Nueve palabras revelan el porqué.

La musicalidad del nombre hace que todo suene mejor.

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