La llama que siguió ardiendo en Bayamo
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Solo imaginar el suceso estremece: una ciudad envuelta en llamas; miles de propiedades destruidas; un firmamento enrojecido por incontables brasas humeantes y, en el aire, el ardor patrio de un pueblo sublime que, aferrado a su independencia, decidió prender una antorcha de dignidad para todos los tiempos.
Era el 12 de enero de 1869. Bayamo sería fuego impetuoso y cuna de la más genuina nacionalidad al calor de una resolución: «¡Qué arda la ciudad antes de someterla de nuevo al yugo del tirano!».
Así lo prefirieron los hijos dignos del primer pedazo de suelo cubano que, durante 83 días –desde que Céspedes y sus tropas mambisas tomaran Bayamo, el 18 de octubre de 1868– había sido estandarte de libertad.
Fuego antes que esclavitud y decoro antes que humillación: dos convicciones que precedieron entonces la quema heroica. Eran ricos y pobres, patriotas y sencillos pobladores, todos unidos en el ideal común de no ceder su independencia ante la inminente llegada de tropas españolas a la urbe.
Qué grandeza tremenda la de aquellos hombres, mujeres, ancianos y niños que marcharon a pie, a caballo, en carretas hacia los montes y ciudades aledañas, con el cielo como único techo y el honor como cobija.
Qué desprendimiento sincero el de acaudalados patricios como Perucho Figueredo y Vicente Aguilera, quienes escogieron el decoro antes que sus lujos y mansiones.
Dirigidas por el Conde de Valmaseda, las tropas enemigas no podrían entrar a la villa hasta tres días después. En su libro Estampas de Bayamo, José Carbonell así lo detalló: «Un volar de palomas y rugir de techos calcinados de la que fuera rica y culta ciudad, era lo que presenciaban los ojos atónitos de los españoles».
Bajo las cenizas, sin embargo, quedaron brasas encendidas. Pronto volvería a encenderse un fuego, y otro, crisol inextinguible de esa Revolución que fue una sola, de Céspedes hasta hoy.
Tomado de Granma
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