Jonronero (y cuarto bate) del micrófono
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Mi tío Pedro fue el culpable de que desde muy niño me contagiara con la fiebre de lo que los amantes del cliché se cansan de llamar el pasatiempo nacional, es decir, la pelota.
En su enciclopedia verbal junto a los sluggers y los ases de la lomita, bebí también los nombres de los líderes de la cabina en la extinta pelota profesional cubana.
Felo Ramírez, Cuco Conde, Buck Canel y Manolo de la Reguera, me fueron tan familiares como Roberto Tarzán Estalella, Pedro Formental, Orestes Miñoso, Camilo Pascual, Adolfo Luque o Sam Noble.
Luego cambiaron los tiempos y la franela azul del Almendares la vistió Industriales; y Miguel Cuevas, El Cobrero Alarcón, el Curro Pérez, Pedro Chávez y Ricardo Lazo, fueron los nuevos héroes del diamante de mi niñez.
De aquellos narradores de la Liga Invernal Cubana que habían cruzado el estrecho de la Florida junto a las firmas jaboneras o los cigarros Regalías el Cuño, patrocinadores de sus voces, solo quedaba la referencia, pero el éter cubano pronto acunó los nuevos decires de la pelota. Entre ellos, uno que llegó a hacer historia, el de Juan Antonio Salamanca, un habanero desgarbado y bigotudo, mejor conocido por Bobby. Así de sencillo.
Aquel hombre lleno de gracia y muestrario andante de la picaresca nacional, pasaría a los anales de la narración deportiva en la Isla cuando sacó patente a un estilo que incorporó la épica inconclusa de la zafra de los Diez Millones (la del ’70) a lo que acontecía en los diamantes beisboleros.
De su garganta manaba un dulce coctel de caña, batazos, azúcar, fildeos, strikes y zafra. Y con aquel mejunje de guarapo y ondas hertzianas nos emborrachábamos todas las noches. En especial una de finales de agosto de 1969, cuando en el estadio Quisqueya, de Santo Domingo, el Curro Pérez le cayó a fouls al yanqui Larry Osborne y millones nos comíamos las uñas, hasta que Bobby dijo ¡caña cubana! y aquello fue el acabose.
La guardarraya limpia, azúcar abanicando, caña de tres trozos, caguazo a las mallas, los tándems están llenos, lo tiró pa’ la tonga, a golpe de mocha, le aplicó la alzadora: fueron sus fórmulas narrativas. Y la fanaticada las asimiló como si siempre hubiera estado esperando por aquellas innovaciones.
Luego incorporó otras frases al estilo de “Adiós, Lolita de mi vida”, su manera peculiar de describir el rey de los batazos.
La magia del deporte fuera incompleta si le faltaran esos motes de cariño con que el público suele identificar a sus favoritos. Y en eso de los bautizos atléticos, Bobby también fue el rey. Ahí están para los anales del deporte nacional El Señor Pelotero, El Gamo de Jovellanos, El Gigante del Escambray, Los Tres Mosqueteros, La Explosión Naranja o El Señor Jonrón.
O la Trituradora Villareña, aquella especie de Dream Team criollo que molía a palos a los pitchers rivales en la Selectiva de 1978.
El gran Elio Menéndez (1930-2020), quien tuvo la suerte de compartir tristezas cuando quien sería Bobby solo era Juanito, el hijo del barbero en el barrio habanero de Juanelo, nos lo devolvió a la memoria a un grupo de contertulios un día antiguo de noviembre.
Contó del adolescente que armado de una lata y un palo describía sus primeros partidos en el terreno del capitalino club Ferroviarios, y del joven aprendiz de barbero que llegó hasta la osadía de arreglar el cabello de los difuntos en busca de los centavos necesarios para sacarse el título de locutor.
Según Elio, su amigo de correrías beisboleras y periodísticas, Bobby comprendió que su imagen no era televisiva y le sacó su enjuto cuerpo al “vidrio”. Lo suyo era la magia de televisar con la palabra.
Salamanca era tan profesional, y me vuelvo a remitir a la cátedra de Menéndez, que no necesitó plagar su narración con seis tipos diferentes de lanzamientos saliendo de la mano de los pitchers para que su voz fuera la más verídica.
Tuve la suerte de comenzar a escuchar la pelota por la radio cuando Bobby Salamanca escribía su leyenda del micrófono.
Y me di baja de la hermandad de los radioescuchas del béisbol cuando Bobby se fue. Así de sencillo.
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